«Luz en mi oscuridad», El libro por Helen Keller acerca de Swedenborg
~Capítulo 1~
Hans Christian Andersen, en uno de sus bellos cuentos, describe un jardín donde crecían árboles gigantescos en tiestos demasiado pequeños. Aunque sus raíces estaban cruelmente apretadas, los árboles se alzaron gallardamente al sol, lanzaron al espacio sus gloriosas ramas, prodigaron un tesoro de flores, y sus dorados frutos revivieron a fatigados mortales. A sus brazos hospitalarios vinieron las aves a cantar, y en sus corazones surgió para siempre un impulso de renovación y alegría. Por fin un día rompieron las heladas y duras cadenas que los confinaban y desplegaron sus poderosas raíces en la dulzura de la libertad. A mi modo de ver, ese jardín extraño simboliza el siglo XVIII, del cual emergió el genio gigantesco de Emanuel Swedenborg. Este siglo, que algunos llaman la Edad de la Razón, se caracteriza por ser la época más fría y deprimente que haya registrado la historia humana. Cierto que se hicieron progresos admirables y abundaron los grandes filósofos, estadistas y audaces investigadores de la ciencia. Las formas de gobierno fueron mejorándose, se abolió el sistema feudal y los campos y ciudades fueron por primera vez lugares de relativa seguridad. Las ardientes pasiones del Medioevo fueron refrenadas con grave decoro gracias al férreo dominio de la razón.
Pero en esa época, lo mismo que durante el período de oscurantismo que le precedió, prevaleció una siniestra y sofocante atmósfera de tristeza y de sombría resignación. Escritores capaces, como Taine en su Historia de la Literatura, han hecho destacar la acritud con que la teología se ocupó del hombre como si fuera el fruto abyecto del pecado, dejando el mundo expuesto de nuevo a la ira de Dios. Hasta el Ángel de la Caridad, el más benévolo de todos, bien acogido por los santos antiguamente, fue apartado del hombre. Solamente se exaltó la fe, convertida en egocéntrica presunción de que para salvarse bastaba creer. Todas las obras útiles fueron tachadas de vanidad; las desgracias físicas, un castigo. Sobre el sediento corazón de la humanidad se abatieron la ignorancia y la insensibilidad, la más negra de todas las noches.
De esta edad, de este riguroso ambiente de aprisionadores dogmas, surgió el genio de Swedenborg, cuyo destino fue demolerlos como otrora los árboles de mi cuento rompieron sus cadenas. Cuando surge en el mundo un pensador de su calibre, es interesante recordar los acontecimientos históricos y las personalidades de su tiempo.
Swedenborg nació poco después de la muerte de Juan Amos Comenio, campeón heroico que asestó el primer golpe mortal al escolasticismo triunfante en el Viejo Mundo durante tanto tiempo. El año de su nacimiento, 1688, fue también el de la funesta e incruenta revolución en Inglaterra. Vivió la época más espléndida del reinado de Luis XIV, cuando el recuerdo de La Rochelle aún aparecía descarnado y cruel en la mente de los protestantes. Presenció las asombrosas expediciones de Carlos el Temerario, de Suecia, y fue coetáno de Linneo. En el transcurso de los últimos años de la vida de Swedenborg, Rosseau predicaba en Francia su famosa doctrina de la educación conforme a la naturaleza, y Diderot desarrollaba su filosofía de los sentidos e informaba al mundo que los podían acceder a la cultura, mediante una pedagogía adecuada. Acaso ningún otro hombre estuvo más precariamente situado, como Swedenborg, entre las tradiciones de una civilización tambaleante y el súbito arranque de una nueva época que su avanzada mente anticipaba. Tenía tan poco en común con su iglesia o con las normas de su siglo, que mientras más reflexiono sobre su actitud menos puedo explicármela, como no sea por un milagro. En las circunstancias de su nacimiento y su educación primera no he logrado descubrir lo que pudiera ser la clave del movimiento de mayor independencia hasta ahora iniciado en la historia del pensamiento religioso. Miles de individuos han nacido de padres devotos y han sido admirablemente educados, como lo fue Swedenborg, sin aportar una idea nueva o acrecentar la dicha humana. Más no nos extrañe que esto ocurra siempre con el genio, un ángel hospedado de incógnito entre los hombres.
Nació en Estocolmo, Suecia, de progenitores muy respetables. Su padre, obispo luterano, fue profesor en el seminario teológico y hombre de gran penetración. Se sabe que en sus días de monje, Martín Lutero vio espíritus y conversó con ellos, por lo que muchos de sus adeptos guardaron severos ayunos y vigilias para lograr también un vislumbre del otro mundo. El joven Emanuel tuvo experiencias semejantes, y, como escribiera a un amigo en el ocaso de su propia vida, «desde los cuatro hasta los diez años me dediqué constantemente a pensar en Dios, en la salvación, en las aventuras espirituales de los hombres. Varias veces revelé cosas que maravillaron a mis padres y les hicieron pensar que los ángeles hablaban por mí». Es posible que el padre viese estos fenómenos con simpatía, pero la madre se opuso decididamente y dijo al esposo que era necesario «poner punto final a estas excursiones celestiales».
Swedenborg no volvió a ver luces ni oír voces del mundo espiritual hasta que tuvo cincuenta y seis años. De todos sus escritos se desprende la desaprobación a que niños, mujeres y hombres incompetentes se entregaran a estas comunicaciones con los espíritus. Capacitado como nadie para comprender el peligro de buscar visiones ultraterrenas, frecuentemente advierte a sus lectores contra práctica tan nociva.
Su infancia tuvo un comienzo digno de vida tan prodigiosa como fue la suya. Con su padre y fiel compañero, escalaba las montañas que rodean Estocolmo; exploraba los fiordos, coleccionaba musgos, flores y piedras de brillantes colores. A su regreso escribía extensas crónicas sobre estos paseos al aire libre. Aunque desde pequeño era un sabio cuya mente excedía los límites de su cuerpo, a diferencia de otros niños precoces, creció fuerte y saludable, y su noble porte viril fue siempre sugestivo.
Recibió la mejor educación que su país y su época podían brindar. Asistió a la Universidad de Upsala, y en sus primeras obras dio muestras de poseer verdadero talento poético. No obstante, se consagró principalmente a las matemáticas y la mecánica. Sus asombrados profesores lo vieron simplificar difíciles problemas de cálculo, y a duras penas pudieron seguirlo muchas veces a la velocidad con que su genio se adentraba en los laberintos del saber. Les inspiraba un respeto rayano en el pavor este alumno de quien los otros estudiantes hablaban en voz baja. Sin proponérselo, Swedenborg era un espejo donde se reflejaban los estrictos dogmas y modales solemnes que sirvieron de base a su educación. Ha sido descrito como de rostro austero, sin ser huraño; cuerpo bien proporcionado y hermoso, personalidad atrayente. No puede decirse que fuera aficionado a las alegrías y deportes propios de la juventud, y al encontrar años después a la tímida joven que le inspiró la única pasión de su vida, no supo cortejarla. En lugar de dirigirse a ella directamente, habló a su padre, el distinguido ciudadano Polheim, y le planteó el asunto, como si su amor pudiera ser demostrado con mapas y diagramas. El padre, que consentía de buen grado, hizo al joven Swedenborg una promesa cancelable a las tres años. Mas la muchacha quedó tan asustada, que su hermano convenció al pretendiente para renunciar al proyectado matrimonio. Sin embargo, su amor por ella no se extinguió jamás.
En 1709, a los veinte y un años de edad, se graduó con honores de Doctor en Filosofía y Letras en la Universidad de Upsala. Más tarde viajó por el extranjero, no tanto por placer sino por el afán de aprender. Dice Robsahm en sus Memorias: «de las lenguas extranjeras, además de las eruditas, comprendía bien el francés, el inglés, el holandés, el alemán y el italiano, ya que había viajado varias veces por los países donde se hablaban estos idiomas».
A pesar de que su padre deseaba que ingresara en la carrera diplomática, Swedenborg eligió el camino de la ciencia. Aunque le dieron cartas de presentación para los soberanos de Europa, tranquilamente los ignoró para buscar la compañía de los hombres más sabios de su época, en cuyos hogares se presentó en ocasiones sin previo aviso para solicitar una entrevista. El respeto que inspiraba Swedenborg le procuró siempre buena acogida. Como su único anhelo y su única misión era aprender, quería extraer beneficio de cualquiera que tuviera nuevas ideas, procedimientos o métodos que comunicar.
Su profunda cultura le puso en estrecho contacto con Christopher Polheim, que a todas luces disfrutaba de la completa confianza de Carlos XII de Suecia. Por su conducta fue presentado al rey, que en 1716 le otorgó un cargo en el Colegio Sueco de Minas. Su función consistía en recomendar los mejores procedimientos a seguir en el laboreo de minas y la fundición de minerales. Con este nombramiento, Swedenborg entró en un período de pasmosa y variada actividad, aunque el desempeño concienzudo y eficaz de estas obligaciones no le impidió proseguir sus estudios en todas las ramas de la ciencia. Como pensador independiente, sintió la necesidad que tienen los talentos originales y poderosos de descubrir los profundos secretos de la naturaleza. Le eran familiares la fragua y la cantera, el taller y el astillero, las estrellas y el trinar de las aves en la mañana. Las flores que crecían en disimulados rincones le contaron secretos maravillosos, al igual que lo hicieron las imponentes montañas que su paso holló. En él, en suma, se daba la rara combinación de lo práctico y lo bello, de los números y la poesía, del genio inventivo y la aptitud literaria.
En 1718 prestó toda su habilidad mecánica al servicio del asedio de Frederickhall, en la construcción de máquinas que permitían transportar por tierra varios buques de gran tamaño—a distancias de catorce millas—y a través de planicies, valles y colinas. Hizo los planes para un vehículo mecánico de estructura complicadísima, así como para un ingenio volador y un buque habilitado para navegar debajo del mar, anticipándose de este modo a la invención del automóvil, el aeroplano y el submarino. Asimismo dibujó los planos de nuevos aparatos hidráulicos para condensar el aire y crear el vacío; trató de crear un instrumento musical en el que cualquier persona sin nociones de música pudiera ejecutar las melodías marcadas en el papel mediante notas; inventó además la forma de averiguar por medio del análisis los deseos e inclinaciones de los hombres.
Swedenborg ideó una pistola neumática capaz de disparar mil balas por minuto. Contribuyó a los planos para la construcción de puentes levadizos y muchas otras invenciones mecánicas, y prefiguró al pasmoso sistema de las ciencias y las artes en relación reciproca, al cual debemos los excelentes progresos realizados en los tiempos modernos. No contento con esto, enseñó el uso práctico del sistema decimal y tuvo sorprendentes intuiciones de conocimientos y teorías, como la paleontología, la biología y el magnetismo mercurial; bosquejó la teoría atómica y la hipótesis nebular con muchos años de anticipación a Laplace.
Aunque consciente de las riquezas y honores que sus múltiples habilidades ponían al alcance de su mano, agobiado por los pesares y fatigas de la humanidad, él mismo desdeñó apurar la copa de la dicha. Humillado y avergonzado en el fondo de su alma, se rebelaba contra la crueldad de una teología que derramaba maldiciones sobre la raza humana, por la misma época en que Jonathan Edwards predicaba, en Nueva Inglaterra, el temor y se complacía en describir el fuego infernal, e innumerables criaturas morían sin haber tenido tiempo de arrepentirse y eran, por tanto, acreedoras al tormento eterno. El hombre moderno puede concebir esta astucia para el mal, capaz de transformar el Verbo Divino en una maldición, hacer el cielo monstruoso, el infierno execrable y la vida una prolongada calamidad. Por eso Swedenborg se preguntó de qué valía todo su saber acumulado si sobre el mundo se abatía aún esta nube sombría. Dando la espalda a los esplendores de la fama, pasó veintinueve años—un tercio de su vida—en relativa pobreza, dedicado al propósito de consolar con una humana y razonable doctrina de fe y de vida el alma angustiada de sus semejantes.
Antes de comenzar sus investigaciones en el campo de la religión había escrito en sus horas disponibles—y sin descuidar sus labores habituales—un total de sesenta libros y folletos, entre los cuales sobresalen Los Primeros Orígenes de las Cosas Naturales, El Cerebro, La Economía del Reino Animal y Psicología Racional.
De esta producción científica Emerson hizo el siguiente comentario: «Al parecer se anticipó considerablemente a la ciencia del siglo XIX. Sus escritos bastarían para llenar la biblioteca de un estudiante laborioso en solitaria labor… La Economía del Reino Animal es uno de esos libros que, por la sostenida dignidad del pensamiento, hace honor a la raza humana. Escrito con el altísimo fin de acoplar nuevamente la ciencia y el espíritu que por tanto tiempo habían estado disociados, es la descripción del cuerpo humano hecha en estilo elevado y poético por un anatómico. Hasta ahora nadie ha logrado superar la audacia y brillantez con que Swedenborg abordó este tema, que generalmente resulta prosaico y hasta repulsivo.»
Elbert Hubbard, glosador de Los Primeros Orígenes de las Cosas Naturales, afirmó la posibilidad de que Darwin hubiese leído esta obra con minucioso interés. Es indudable que a la vista de un diminuto liquen adherido a la roca, en el cual presintió el inicio de una selva, Swedenborg, de cierto modo, intuyó la evolución. Renuente a aceptar la descripción literal de la Creación contenida en la Biblia, como incompatible con reconocidos hechos científicos, en ninguno de sus libros teológicos cambió jamás su postura con respecto al Génesis; es más, ridiculizó y destrozó el santuario de la exactitud literal reverenciada por las edades y atribuyó a las Sagradas Escrituras lo que él llamó un estilo narrativo ambiguo completamente ajeno a la creación física, referente a la parábola del alma humana, que por tanto tiempo había estado olvidada.
Aparte de las matemáticas, la mecánica y la minería, las obras de Swedenborg revelan un conocimiento profundo de la química, la anatomía, la geología y gran afición a la música; sus temas filosóficos eran igualmente variados y amplios. Sin embargo, siempre halló horas extras que dedicar a «las cosas útiles a la sociedad». Durante muchos años fue miembro del Congreso Sueco, y fueron muchos los honores que recibió por destacados servicios a su patria. A medida que transcurría el tiempo, innumerables distinciones recaían sobre él. En 1724, el Claustro de la Universidad de Upsala le invitó a ocupar la cátedra de matemáticas puras, que rehusó. Fue admitido como miembro de varias instituciones del saber en San Petersburgo, Upsala y Estocolmo, y su retrato cuelga muy cerca del de Linneo en el vestíbulo de la Real Academia de Ciencias de Estocolmo, como uno de sus valores más distinguidos. Llegamos, pues, a la conclusión de que la vida de Swedenborg consistió solamente en trabajo sin fin, y que la independencia económica fue acicate para realizar una obra más prolífera aún. Gentes procedentes de todas las clases sociales, que le conocieron, han dejado testimonio de la nobleza de su carácter, de su abnegada devoción. A medida que maduró en años, sus bondadosas maneras le ganaron el cariño de sus amigos, y la severidad que caracterizó sus años mozos se desvaneció por completo. No obstante, había logrado escalar muy alto en el saber humano para poder conocer alguna vez la verdadera camaradería, e incluso sus colegas tenían dificultad en discutir con él los familiares temas científicos. En vez de leer sus libros, prefirieron recomendarlos. Parecía como si nadie pudiera o quisiera seguir sus pasos gigantescos en el reino superior de la especulación mental. Era el único vidente entre los ciegos; el único que oía entre los sordos; la voz que clamaba en el desierto en un lenguaje que nadie podía entender. Es precisamente mi aislamiento personal del mundo de la luz y el sonido lo que me permite comprender íntimamente su situación especial, su soledad—más desgarradora que la simple soledad física—. Para su alma, desarrollada hasta límites sobrenaturales, era naturalmente un sufrimiento intolerable la prisión de la carne, sin tener siquiera la cercanía tranquilizadora de otras inteligencias iguales a la suya que le ayudasen a llevar su carga. Aparentemente no sabía qué hacer con el caudal de conocimientos que había acumulado durante toda su vida, y a pesar del goce de haber contribuido con su intelecto a iluminar las sombras de su difícil época, dudo que después de su «iluminación» se sintiera jamás completamente a gusto en la tierra.
Alrededor de 1744, Swedenborg experimentó un cambio profundo, cuando se concedió a tan sagaz observador de los hechos naturales y sutil analizador de la mente humana altos poderes para la investigación en el mundo espiritual. Robhsam, contemporáneo suyo, da cuenta de una conversación en el curso de la cual le preguntó a Swedenborg dónde y cómo le había sido permitido ver y oír lo que ocurre en el mundo de los espíritus, en el cielo y en el infierno. Su respuesta fue que durante la noche una aparición le había manifestado ser Dios Nuestro Señor, el Creador del mundo, el Redentor, quien le había elegido para explicar a los hombres el sentido espiritual de las Escrituras y El mismo habría de enseñarle a descifrarlas, a fin de que pudiera escribir sobre este tema. «Esa misma noche—afirma Swedenborg—, para dejarme completamente convencido, se abrió para mí el mundo de los espíritus, el cielo y el infierno, y reconocí a muchas de mis amistades. Desde ese día renuncié a estudiar la ciencia del mundo y me dediqué a las ciencias espirituales y a escribir según el Señor me había ordenado. A partir de entonces el Señor abrió mis ojos varias veces todos los días y me permitió ver el otro mundo y conversar con ángeles y espíritus, mientras me sentía completamente despierto.» En septiembre de 1766 escribió a C. F. Oetinger: «Declaro solemnemente que el Señor mismo se me apareció y me ordenó hacer lo que ahora hago. A este fin El ha abierto el interior de mi mente, que es el de mi espíritu, y me ha permitido ver lo que hay en el mundo espiritual y oír a quienes allí se encuentran, privilegio que he disfrutado por cerca de veintidós años.» Tan singular intercambio continuó hasta la fecha de su muerte, en marzo de 1772, cuando residía temporalmente en Londres.
Me considero especialmente capacitada para comprender, aunque sea parcialmente, lo que significó esta fase de su experiencia, puesto que casi durante seis años viví privada hasta del menor concepto sobre la naturaleza o la mente, la muerte o Dios. Puede decirse que pensaba con mi cuerpo, y sin excepción alguna los recuerdos de aquella época están relacionados con el tacto. Treinta años de revisar periódicamente y a la luz de nuevas teorías esta etapa de mi desarrollo, me convencen de la exactitud de esta afirmación. Sé que, al igual que los animales, me sentía forzada a buscar alimento y calor. También recuerdo haber llorado, mas no de pena; tengo la sensación física de haber pateado de cólera. A imitación de los que me rodeaban, pedía por señas lo que deseaba comer o ayudaba a mi madre a buscar huevos en el corral, pero no había un adarme de emoción o racionalidad en esos recuerdos clarísimos, aunque meramente corporales; podía compararme con un insensible pedazo de corcho. De pronto, sin que recuerde el lugar, el tiempo o el procedimiento exacto, sentí en mi cerebro el impacto de otra mente y desperté al lenguaje, al saber, al amor, a las habituales nociones acerca de la naturaleza, el bien y el mal. Fui prácticamente alzada de la nada a la vida humana, dos planos tan irreconciliables como la experiencia terrena de Swedenborg y sus contactos con la región que trasciende nuestros sentidos físicos. No habiendo formado dentro de mí ni recibido-de la naturaleza conceptos de ninguna clase en esos primeros años vacíos—ni siquiera los más-elementales—, es natural que mis primeros pensamientos tuvieran el carácter de una revelación,, aunque procedente de una mente finita, en tanto que Swedenborg consideró sus conceptos más altos una revelación de la Mente Infinita. Como se desprende de sus propias palabras, su presencia-consciente en el mundo espiritual fue para él un medio y no un fin para desarrollar la otra mitad de esa percepción que generalmente está latente en nosotros; de abarcar con mayor amplitud los-variados conceptos sobre el bien y el mal, el espíritu y la materia; de interpretar el Verbo come principio y no como simples frases. Lejos de arrogarse como mortal el privilegio exclusivo de haber tenido esta clase de visión, sostuvo haber vivido durante veintinueve años en plena conciencia del mundo real en que todos los hombres viven durante su tránsito por la tierra. Convencido de que su misión era investigar e interpretar «el sentido espiritual»—el simbolismo sagrado de las Escrituras—en un concepto, y de que sus experiencias en el otro mundo eran el vehículo para llegar a comprender cabalmente el Verbo Divino y transmitirlo a la humanidad en forma de verdades más preciosas y útiles, se consagró con su acostumbrada energía y fervor a investigar las realidades y leyes en el dominio de las almas. No reparó en esfuerzos, como el de estudiar hebreo, ra fin de poder leer el Antiguo Testamento en el original y adquirir un conocimiento directo de las antiguas ceremonias, parábolas y misterios religiosos. Es indudable que durante muchos años se había esforzado inútilmente por captar el significado de numerosos pasajes oscuros en el Verbo, desconcertado como estaba por la tradición y el inveterado hábito de interpretación sectaria, la frialdad de una época que despojó al cristianismo de su verdadero centro de amor, el sortilegio de una literatura religiosa que defendía brillante y hábilmente dogmas jamás soñados por profetas y apóstoles, y finalmente, por la obsesiva ilusión de los sentidos. Cuando por fin se encendió la luz en su mente y la Verdad lo hizo libre, no tuvo más anhelo que consagrar sus capacidades magníficas a liberar el mundo.
En 1747 pidió y obtuvo permiso del rey Federico de Suecia para retirarse de su profesión de asesor y consagrarse a su nueva actividad sin que nada lo distrajese. Por temor a convertirse en un vanidoso, rechazó otro cargo más elevado que le fue ofrecido, y poco a poco se apartó calladamente de las pompas de una sociedad notable y de los honores que habían recaído sobre él. En la quietud y retiro de su pequeña biblioteca, produjo durante el resto de su vida veintisiete libros, cuya sola finalidad era transformar el Cristianismo en una viviente realidad sobre la tierra.
Nadie que lea objetivamente los libros religiosos de Swedenborg deja de impresionarse con su personalidad única. Todas sus obras fueron escritas con deliberada lentitud y calma, sin dar muestras de conmoción o júbilo. Completamente sosegado y humilde, a causa de sus viajes por el mundo espiritual, desdeñó apelar a la debilidad o credulidad de los ignorantes, hacer prosélitos o tratar de que su nombre apareciera relacionado con la Nueva Iglesia que en opinión suya el Señor iba a establecer muy pronto en el mundo. Consciente de que su mensaje estaba destinado a la posteridad más bien que a su propia generación, sus trabajos, resultado de largos y penosos años de infatigable labor, e impresos en grandes folios latinos, fueron distribuidos gratuitamente entre las universidades y el clero de Europa. Si, como dice Walt Whitman, «convencemos por nuestras presencias», nunca ha sido esto mejor confirmado que en el caso de nuestro vidente sueco en la época en que realizaba su tarea colosal. Aunque presentía el escepticismo y hostilidad con que serían recibidas muchas de sus afirmaciones, no se le ocurrió suprimir verdades poco gratas con objeto de hacer más amenos sus libros, ni retrocedió o se desvió jamás en lo más mínimo de la importante misión que se le había confiado. Cuando se desprendió del cuerpo que apenas podía contener su encumbrada mente, su ilustre nombre se cubrió de una especie de baldón que
casi logró sumir en el olvido a uno de los campeones más nobles de la verdadera cristiandad que hasta entonces se había conocido. La única recompensa en su creciente aislamiento en la tierra fue saberse entregado por completo al bienestar y felicidad de todos los hombres.
Los siguientes versos de John Drinkwater en su obra Lincoln siempre han tenido la virtud de recordarme a Swedenborg vividamente:
¡Qué solitario el hombre que comprende…,
qué desolada la visión que aleja a un hombre
de las tierras de pasto,
de los surcos donde crece el maíz,
de los pardos montículos de heno!
En lo alto de la montaña,
en las grandes cumbres, busca
las aventuras de la contemplación,
entre sembradores y labradores
de las amplias llanuras.
Allí le espera una aventura mixta
que fije el curso de su alma
y dé a su mano templanza y valor.
Poseído de una constancia sin par, en su soledad y sus visiones, nuestro vidente fue dueño absoluto de su alma.
Han pasado casi dos siglos desde la muerte de Swedenborg, y lentamente sus obras han ganado reconocimiento. El antagonismo que sus doctrinas despertaron en otras épocas se ha trocado en actitud de tolerancia y curiosidad. Muchos individuos inteligentes han recomendado sus enseñanzas en los centros civilizados y las han dado a conocer en remotos e insospechados rincones de la tierra. Su mensaje ha viajado con la rapidez de la luz a la par que la nueva ciencia, la nueva libertad y la nueva sociedad que luchan por enriquecer la vida de la humanidad. Constantemente confronto el caso de personas impedidas o simplemente frustradas a quienes el Gran Mensaje ha proporcionado nuevas facultades y dichas. Si de algo vale mi humilde testimonio, cuánto me alegrará saber que mis palabras han ayudado a otros seres a tener una interpretación más dulce de la presencia de Dios y una satisfacción más profunda en vencer las dificultades ambientales.
En mi camino, erizado de obstáculos desalentadores, oigo voces animadoras que me susurran desde el reino espiritual. Ardo con el santo fervor que brota de las fuentes del Infinito. Me emociono con una música que vibra al unísono con el latir de Dios. Unida a soles y planetas por cordones invisibles, siento en mi alma la llama de la eternidad, percibo el caer de lluvias etéreas en el aire cotidiano, soy consciente del esplendor que vincula todas las cosas de la tierra a las del cielo. Emparedada entre el silencio y la oscuridad, poseo la luz que centuplicará mi visión cuando la muerte me libere.