«Luz en mi oscuridad», El libro por Helen Keller acerca de Swedenborgluz_en_mi_oscuridad

~Capítulo 3~


AL llegar a este punto de mi narración me parece oír exclamar a los incrédulos: «¿No es de esperarse que Helen Keller, ciega y sorda, sea fácilmente persuadida por los que sustentan opiniones, dogmas e ideales políticos limitados a una pequeña minoría?» Antes de considerar las afirmaciones de Swedenborg, que han asombrado al mundo desde su publicación, quiero presentar a los lectores los comentarios de escritores famosos muy familiarizados con las obras del vidente sueco y no asociados a la iglesia que atesora sus enseñanzas religiosas.

Emerson, que señaló a Swedenborg como uno de sus «hombres representativos», formuló el siguiente juicio:

«Este hombre, que sus contemporáneos creyeron visionario y excéntrico, indudablemente llevó una vida más real que la de ningún otro en el mundo…, un alma colosal, un gigante en su tiempo a quien sus semejantes no comprendieron. Para apreciarlo se requiere una gran distancia focal.» Aclaremos que Emerson no podía imaginar el Infierno de Swedenborg ni entendía su simbolismo de la Biblia.

Thomas Carlyle, el sagaz escocés a quien difícilmente nadie podría llevar por mal camino, dijo de Swedenborg:

«Un hombre de indiscutible cultura y fuerte intelecto matemático…, inclinación mental extremadamente piadosa y seráfica…; un hombre hermoso, encantador y profundo…; en sus escritos se confiesan más verdades que en los de ningún otro autor…; una de las mentes más nobles en el reino de la inteligencia…; uno de los soles espirituales que brillará más aún a medida que pasen los años.»

La interesantísima comparación que hiciera Hubbard entre Swedenborg y Shakespeare aborda el tema desde un ángulo mental completamente diferente:

«Ambos son titanes cuya talla hace empequeñecer y desaparecer a los individuos comunes. Swedenborg fue forjado en un molde heroico, y ningún hombre desde el comienzo de los tiempos ha acumulado en su persona tantos conocimientos de la ciencia física, ni con ella a la espalda ha efectuado tan audaces viajes por las nubes. Los individuos que se remontan muy altos y conocen bien el otro mundo, generalmente saben muy poco sobre éste en que vivimos. Entre sus contemporáneos no hubo científico más competente que Swedenborg, ni nadie con anterioridad a él ha descrito de manera tan minuciosa el Reino de Dios.

«Shakespeare siempre tuvo los pies muy firmes sobre la tierra. Su excursión en La Tempestad tuvo lugar dentro de un globo cautivo; Ariel y Calibán fueron extraídos de un libro de cuentos muy antiguo.

«Shakespeare tenía escasas nociones de física; la economía política y la sociología jamás lo preocuparon. Sabía poco latín y menos griego; nunca viajó, y Geología era para él una página en blanco.

«Swedenborg se anticipó a Darwin en muchos aspectos; conocía las lenguas clásicas y la mayor parte de las modernas; había viajado por todas partes; era un economista práctico y el mejor ingeniero civil de su tiempo.»

Henry James afirmó: «Emanuel Swedenborg poseyó el intelecto más cuerdo y de mayor perspectiva que haya conocido esta edad.» Henry Ward Beecher no fue menos rotundo en esta declaración: «Nadie puede conocer la teología del siglo xix sin haber leído a Swedenborg.»

Entre los muchos testigos notables de la impresión que les causara sus obras, mencionemos a Elizabeth Barrett Browning, la poetisa de bella alma y exquisito temperamento. «A mi modo de ver—comentó la admirada autora—, la filosofía de Swedenborg es la única que arroja luz sobre el otro mundo y explica mucho de lo que antes resultaba incomprensible.»

Samuel Taylor Coleridge, a quien la Enciclopedia Británica menciona como «uno de los poetas y pensadores más extraordinarios», rinde tributo a aquel que algunos, un poco a la ligera, llamaron loco:

«Me atrevo a asegurar que, como moralista, Swedenborg no podrá nunca ser bastante alabado. Como naturalista, psicólogo y teólogo merece en muchos aspectos la decidida gratitud y admiración de las instituciones profesionales y filosóficas. ¡Ojalá que muchos doctos maestros del presente estuvieran dotados de semejante locura, porque seríamos tres veces mas felices!»

Las opiniones de tan distinguidos hombres y mujeres contribuyen a formar una idea de la personalidad y el genio persuasivo de Swedenborg, y si mi propio juicio de él es equivocado, no es ciertamente a causa de mis limitaciones físicas. A Swedenborg, enaltecido por otros sabios y por individuos de raras dotes espirituales, se le reconoce haber poseído un intelecto asombrosamente bien disciplinado para «funcionar con precisión astronómica», como observara Emerson. De haber sido un hombre inculto, no obstante la singularidad de su experiencia y la autenticidad de sus afirmaciones, le hubiera sido imposible defender su posición frente a la implacable batería de la investigación autorizada. En este caso, por fortuna, se trata de un erudito que va a la delantera de su época, domina las artes y las ciencias, escribe libros copiosos y bien documentados sobre las múltiples maravillas naturales—desde el diminuto liquen nacido en la roca hasta la compleja estructura del cerebro—. Mantiene constantemente su magnífico equilibrio en las vertiginosas alturas del saber a donde debe trepar por sí solo, y con la misma audacia, serenidad y calma, ensaya peligrosos pasos en las profundidades y abismos del mundo espiritual. Por último, con una convicción que no conoce miedo, da a conocer el firme y a la vez delicado eslabón que une la mente y la materia, la eternidad y el tiempo, Dios y el hombre.

Tres de mis amigos más queridos han expresado también criterios que en manera alguna podrían ser aplicados a un orate o un fanático intolerable. El doctor Edward Everett Hale, el más antiguo de estos amigos y de quien siempre me admiró su renovado interés por las cosas, así como la variedad de temas que había estudiado profundamente, proclamó lo siguiente: «El swedenborgianismo ha realizado la labor de liberación de este siglo. La onda iniciada entonces se extiende hasta el presente, y las afirmaciones contenidas en sus obras religiosas han revolucionado la teología.»

Dándome cuenta, como muchos que veneramos al Obispo Phillips Brooks, del valor y la significación que tienen sus declaraciones públicas, me complazco en repetir su opinión sobre Swedenborg:

«Siento el más hondo respeto por el carácter y la obra de Emanuel Swedenborg, y a menudo aprendo mucho de sus escritos. Es imposible resumir un tema tan extenso, pero en el verdadero sentido de la palabra todos somos miembros de la Nueva Iglesia, puesto que participamos de una nueva luz, nuevas esperanzas y una nueva comunión con Dios en Cristo.»

Whittier, el dulce poeta místico, agregó lo siguiente: «Todas las revelaciones de Swedenborg acerca de la vida ultraterrena están sustentadas por una grandiosa y bella idea.»

Para juzgar a Swedenborg como hombre es preciso compararlo con otros grandes guías de la humanidad. Recordemos la historia del rey que, desilusionado y hastiado después de una reunión con sus ministros, llamó al artista Iliff y le dio este encargo: «Píntame el retrato de un hombre cabal, afable y sabio, con la fuerza de un héroe y la belleza propia de la mujer. Lo colgaré en mi cámara secreta, para que en la intimidad de mi retiro éste rebose mi alma de magnificencia y la caliente con un fuego sacro.» Cuando la pintura terminada pasó a adornar las paredes del palacio, el rey la contempló con arrobadora delicia hasta descubrirle de pronto un extraño significado, que le llenó de perplejidad. El retrato tenía la forma de su cortesano más gentil…; perfecto en cada línea…; el porte del humilde sirviente que llenaba su copa; la frente de un sacerdote absorto en una visión beatífica; los ojos del trovador errante que con sus canciones distraía su cansado espíritu; la sonrisa de su esposa, fiel y constante. El cuadro, en fin, se agraciaba con los encantos de diferentes personas, que a su vez eran exaltadas a una nueva luz. Asimismo la imagen de Swedenborg parece compendiar los destellos de nobleza que resaltan en la vida de muchos hombres eminentes, y éstos, en cambio, ganan una nueva dimensión como resultado de esta comparación. En ciencia, literatura y filosofía sobresalen individuos que como heraldos en la cumbre de la montaña proclaman un nuevo día del cual vislumbran los primeros resplandores. Sabemos de patriotas que salvan a su pueblo de cruel opresión o lo guían hacia la genuina libertad. Hay quienes escudriñan los tesoros de la tierra para hallar nuevas reservas de luz y calor; otros que identifican las estrellas y los planetas distantes; navegantes temerarios que surcan los mares y descubren no el Paso del Noroeste, sino un continente completo que es América. Por último, hay líderes religiosos que mediante precepto o ejemplo enseñan a millones de almas, destruyen las idolatrías y liberan al templo o a la iglesia de todas sus hipocresías y supersticiones. O los que, como Wesley, vierten amor sobre la frialdad de una era carente de espiritualidad.

Cuando aplicamos a Swedenborg el ejemplo del cuadro, una serie de personajes impresionantes desfilan por la pantalla de la imaginación. Por allá aparece Miguel Ángel, que vio un ángel en la piedra y «lo talló con innumerables cortes hasta captar la visión.» ¿Acaso los ojos interiores de Swedenborg no fueron abiertos para que contemplara ángeles vivientes y en la roca de las verdades literales contenidas en el Verbo Divino esculpiera mensajes celestes del amor y ayuda que Dios envía a sus criaturas?

La pintura adquiere otro nuevo rasgo si imaginamos a Beethoven, Mozart y Wagner, que inundaron el mundo de armonías capaces de elevar al cielo el corazón de los hombres. Si hemos de dar crédito a sus palabras, también Swedenborg percibió la divina armonía del Universo y escuchó la música inefable cantada por las multitudes angélicas.

La niñez suele estar familiarizada con la vida y hazañas de Napoleón, Wellington, Washington y Grant, mas el destino de Swedenborg fue presenciar en el mundo espiritual la guerra entre las fuerzas del bien y del mal, y equipado con las armas celestes que son las nuevas doctrinas sobre el Verbo—y con la espada de la tierra que son las realidades naturales—, ser el máximo campeón que haya conocido la auténtica cristiandad en veinte siglos.

Alejandro I de Rusia manumitió a los siervos, y Lincoln abolió la esclavitud en los Estados Unidos. Como si hubiese visto brillar sobre el templo religioso la inscripción: «Ahora se permite penetrar intelectualmente en los misterios de la fe», Swedenborg le dio a la humanidad una filosofía espiritual que libertó sus mentes y abatió el poder del despotismo eclesiástico. Lo que Agassiz llevó a cabo en zoología y paleontología, y Darwin con su teoría evolucionista, Swedenborg lo logró en religión. Sus sólidos argumentos y fulminantes anatemas echaron a rodar al abismo la literatura de pesimismo, condenación e insinceridad de todo un continente.

Aristóteles, Platón, Francis Bacon y Kant fueron filósofos que buscaron larga y pacientemente las Causas de todo lo creado. Nuestro vidente, que con justicia ha sido llamado «el Aristóteles sueco», tuvo, según sus propias palabras, el privilegio de entrar conscientemente en el Mundo mismo de las Causas y vivir en la Luz durante veintinueve años.

La intrépida fe de Colón se hizo realidad en el descubrimiento de un nuevo continente. Balboa «permaneció de pie en un pico del Darién» ante la materializada visión del inmenso Pacífico. Swedenborg es el explorador que viaja «por el país no descubierto», y con sus propios oídos oye lo que allí se habla, conversa con sus habitantes y describe a nuestro mundo «las cosas que oyó y vio», la vida, clima y civilización de esos lugares. Por ejemplo, dice en El Cielo y el Infierno:

«Cuando a un hombre se le exponen sus actos, después de su muerte, los ángeles a cargo de esta indagación escudriñan la cara y el cuerpo, comenzando por los dedos de cada mano, hasta haber investigado el conjunto. Al preguntar la razón de esto, me informaron que así como todas las cosas del pensamiento y la voluntad están grabadas en el cerebro—porque es aquí donde tienen su origen—, también están grabadas en el cuerpo completo, ya que todas las cosas del pensamiento y la voluntad se extienden hasta él, desde sus orígenes, y en él terminan finalmente. De lo anterior se desprende lo que significa el libro de la vida del hombre, del cual se habla en el Verbo; es decir, que todas las cosas, tanto las que ha pensado como las que ha hecho, están grabadas en la totalidad de los seres humanos. Cuando el espíritu es examinado a la luz del cielo, ellas emergen forzosamente de la memoria y se presentan a la vista para poder ser leídas como en un libro.»

Isaac Newton, también de puros y devotos sentimientos, se inspiró en el ámbito de lo físico para formular las leyes de la atracción universal. Swedenborg percibió el amor como la correspondiente ley de atracción en el mundo espiritual; para él, la radiante fuerza del amor es como un sol que imparte vida a todas las almas y belleza a la creación entera. A fin de ilustrar los hechos y leyes que él llama realidades interiores, citaré uno o dos pasajes de su obra Amor y Sabiduría Divinos: «Hasta ahora no se sabe que haya otro sol además del que brilla en el mundo natural, porque lo espiritual del hombre a tal grado se ha convertido en su natural, que ya no sabe qué es lo espiritual e ignora que existe un mundo espiritual donde moran espíritus y ángeles diferentes a los del mundo natural. Como el mundo espiritual ha permanecido profundamente oculto para los eme están en el mundo natural, el Señor se ha dignado abrir la visión de mi espíritu y permitirme ver las cosas de ese mundo con la misma claridad que veo las del mundo natural, y luego, describirlas. Esto lo he realizado en la obra El Cielo y el Infierno, uno de cuyos capítulos se refiere al sol del mundo espiritual, que me pareció del mismo tamaño y tan ardiente como el sol del mundo natural, aunque con un resplandor más rojizo. También me permitió saber que el cielo universal angélico está debajo de ese sol, y los ángeles del tercer cielo lo ven siempre, los ángeles del segundo cielo lo ven con frecuencia, y los del primero o cielo inferior lo ven de cuando en cuando.

«Como el amor y el fuego se corresponden entre sí, los ángeles no pueden ver el amor con los ojos, sino aquello que es su correspondiente, porque los ángeles tienen un interno y un externo al igual que los hombres: su interno piensa, tiene juicio, desea y ama, mientras que su externo siente, ve, habla y actúa, y todos sus externos son correspondencias de sus internos, aunque no naturales, sino espirituales. Los seres espirituales también sienten el amor como un fuego, y por eso cuando en el Verbo se menciona el fuego, éste representa el amor. El fuego sagrado de la Iglesia israelita tuvo este mismo significado, y en ella fue costumbre rogar en las oraciones a Dios que el fuego celeste, es decir, el Divino Amor, encendiera sus almas.

«En su pensamiento el hombre no ha penetrado más allá del interior o cosas más puras de la Naturaleza, y por esta razón muchos han ubicado en el éter la morada de los ángeles y espíritus, mientras otros la han situado en las estrellas, es decir, dentro de la Naturaleza y no encima o fuera de ella. Sin embargo, los ángeles y espíritus están completamente encima y fuera de la Naturaleza, en su propio mundo situado bajo otro sol. Como en ese mundo los espacios son apariencias, no puede decirse que aquéllos estén en el éter o en las estrellas. Están con el hombre, unido al afecto y el pensamiento de su espíritu. Porque, efectivamente, el hombre es espíritu por sus pensamientos y afectos; por eso el mundo espiritual se encuentra donde está el hombre, no separado de éste. En una palabra, en el interior de su mente el hombre está en ese mundo, rodeado de los ángeles y espíritus que allí habitan, y no sólo piensa con la luz que emana de ese mundo, sino que ama con su calor.

«El Sol, del cual los ángeles reciben luz y calor, se levanta sobre las tierras donde ellos moran, a una elevación de 45°, que es la altitud media; aparece a la misma distancia de los ángeles que el Sol del mundo aparece a los hombres. Ese Sol se muestra siempre a esa misma altitud y distancia, y no se mueve. De consiguiente, los ángeles no dividen el tiempo en días y años; el día no progresa de la mañana hasta el mediodía, tarde y noche; el año no pasa sucesivamente de la primavera a través del verano hasta el otoño y luego el invierno, y la luz y la primavera son perpetuas.»

Por último, para formar una idea exacta del lugar ocupado por Swedenborg en la vida del pensamiento, pasemos revista a los maestros religiosos que ha tenido la humanidad. Buda vivió una vida apacible, que resaltó como ejemplo entre los pueblos orientales. Confucio enseñó por medio de preceptos. Con el fuego y la espada, Mahoma llevó su mensaje del Dios único a los pueblos que se habían entregado a la idolatría. Swedenborg hizo todo lo posible por impartir una fe saludable y penetrante—las verdades racionales, que son las únicas capaces de proteger la religión de la ignorancia, la fuerza bruta y la astucia de quienes pretenden usarla como medio de opresión—. Los otros Mesías, aunque fervientes y sinceros, carecían de los conocimientos científicos, la comprensión de la psicología humana, las verdades combativas, sin las cuales es difícil evitar que la sociedad forje cadenas para aherrojar la mente y el cuerpo del hombre.

Martín Lutero protestó contra las prácticas supersticiosas de la Edad Media y puso en marcha Ja reforma. Wesley desbarató la formalidad de la Iglesia de Inglaterra, y harto conocido es el entusiasta servicio humanitario prestado por sus seguidores. Aún quedan, sin embargo, muchas de las enseñanzas fundamentales. Un noble exponente de la Iglesia católica, el cardenal Newman, cuya Apología leí con interés hace muchos años, puso al descubierto las grandes inconsistencias que los protestantes no han podido explicar. Swedenborg aportó a todas las sectas cristianas abundantes y frescas verdades, como si fuese el heraldo de una nueva dispensación. Como dijera muy acertadamente el teólogo católico romano y profesor Johan Joseph von Goerres:

«A través de las voluminosas obras de Swedenborg se nota sencillez y uniformidad, especialmente en el tono en que escribe y en el cual no se percibe ningún esfuerzo en el despliegue de sus poderes imaginativos. Nada es elaborado, nada es fantástico. En el cultivo de la ciencia, la sinceridad y candor de corazón son requisitos necesarios para lograr éxito perdurable. Nunca se supo que Swedenborg fuese preso del orgullo que ha poseído a tantos espíritus hasta propiciar su caída; siempre invariable en su inteligencia sumisa y modesta, ni la fama ni otras consideraciones le hicieron perder su equilibrio mental.»

Cualquiera que sea la diferencia de opinión en cuanto a la índole o valor de las aseveraciones de Swedenborg, indudablemente su experiencia fue única. Jamás se ha dado el caso de otro individuo que, profundamente versado en las ciencias de su tiempo, declarase haber estado en comunicación constante con otro mundo durante más de un cuarto de siglo y a la vez haya conservado todas sus facultades intelectuales. Es innegable que en todas las épocas y en todos los lugares, algunos individuos han logrado ocasionales o frecuentes vislumbres del reino espiritual. Moisés, con sus visiones de Dios y de la vida, dio a conocer a los judíos el sagrado simbolismo del designio divino; pero aunque comprendió su importante misión, que era sacar a su pueblo de la esclavitud y conducirlo a una nueva civilización, no percibió el Mensaje Divino expresado en el Verbo y dirigido a la raza humana. Los Profetas asimismo tuvieron visiones y oyeron voces; pero indudablemente Isaías, Jeremías y Daniel ignoraron las sublimes verdades que en forma simbólica transmitían a todas las naciones. Muchos de ellos vieron únicamente el significado histórico y, por ende, más limitado del Mensaje.

El Apóstol Pablo comprendió el sentido espiritual de muchas verdades del Verbo, y sus Epístolas son más iluminadoras que las de los otros Apóstoles en conjunto. Sin embargo, aunque fue llevado al tercer cielo, no pudo decir lo que allí vio, y según sus propias afirmaciones no supo si estaba en el cuerpo o fuera de éste. Estos ejemplos equivalen a informes de acontecimientos locales en un país extranjero, en tanto que Swedenborg fue conscientemente admitido a un país extraño y se le permitió observar largamente, a fin de prepararse para dar a conocer la vida y las leyes del cielo, el mundo de los espíritus y el infierno. Juan, el Apóstol del Amor, tuvo la visión del estado futuro del mundo cristiano y la gloria de una nueva humanidad; mas lo que él vio en símbolos, Swedenborg lo vio en la realidad. Gracias a haber atestiguado el cumplimiento de esas visiones proféticas y explicado cada pasaje, el Apocalipsis ha dejado de ser un libro sellado. Abierto, con los sellos rotos, su mensaje anuncia con resplandores de gloria el Segundo Advenimiento del Señor.

Aunque muchos encuentren esta afirmación completamente increíble, para mí resulta más inverosímil que un inglés de Stratford, de escasa educación clásica y en circunstancias nada ventajosas, hubiera podido producir veintisiete obras inmortales. De «vasta e indiscutible preparación», Swedenborg declara haber sido elegido y preparado por lo Divino para interpretar las parábolas, los símbolos y otros misterios del Verbo, y revelar además la influencia de ese otro mundo que a veces podemos «percibir» vívidamente; para alegrar los páramos de la vida con nuevas ideas sobre la voluntad, la sabiduría, el poder y la gloria—con antelación al Segundo Advenimiento, que él interpreta como la entrada del Señor en el interior del hombre mediante una doctrina de recto vivir y meditación pura—. Concediendo que lo anterior parece increíble, ¿no es éste precisamente el adjetivo que solemos aplicar a cuanto sobresale de lo ordinario?

En 1880, algunos individuos estaban convencidos de la posibilidad de inventar y perfeccionar máquinas voladoras seguras; mas como nunca se había construido nada semejante, eran contados los que prestaban atención a esta hipótesis. Por eso la aviación evolucionó lentamente, a través del esfuerzo de una pequeña minoría y en un ambiente de menosprecio. Sin embargo, cada día surgen nuevos conocimientos en este campo. Nadie duda que sería posible organizar el mundo en sistemas económicos capaces de brindar mayor riqueza, libertad y bienestar a un número más crecido, y producir mayores comodidades y placeres que los disfrutados por la generación presente. También sabemos con igual o mayor certeza que podemos reorganizar los sistemas educativos, para que el grueso de la humanidad crezca felizmente y con la preparación necesaria, a fin de servir y crear. ¿Quién ignora que los problemas internacionales del presente, las hostilidades entre pueblos y la amenaza de la guerra se deben principalmente a conceptos mentales muy arraigados, los cuales sólo pueden ser transformados por medio de la sugestión, la educación y la perseverancia tanto como por una absoluta devoción a la humanidad? Lástima grande que los educados por excelencia se muestren incrédulos ante los desenvolvimientos sociales, políticos y espirituales que pueden alcanzar a presenciar y compartir en su vida terrena, por lo que un pequeño grupo de creyentes iniciados tiene que luchar solo por declarar la verdad en las escuelas, los tribunales de justicia, los talleres, las oficinas y las asambleas legislativas. Estos últimos son de cierta manera los mensajeros del Segundo Advenimiento del Señor.

Los acontecimientos mundiales también parecen estar transidos de inmensa significación. Hoy en día las naciones dependen entre sí para preservar la vida, al extremo de que una guerra sería ahora mayor insensatez que nunca. La presión exterior que soporta la humanidad es precisamente para que comprenda la necesidad de vivir en paz y fraternidad. Hace un siglo que el hombre descubrió el uso del carbón y del vapor de agua, que permiten fabricar en grandes cantidades los artículos de consumo y facilitan el transporte por tierra y mar. A esto siguió inmediatamente la invención del telégrafo, el teléfono y muchos otros ingenios diversos. Finalmente, la radio, los buques que navegan debajo de los mares y las naves que surcan los aires. ¡Al esparcir por el mundo tres vastas pistas de carbón, hierro y electricidad, Dios ha abrazado al mundo en una gran hermandad de trabajo!

Si alguno halla difícil aceptar una afirmación tan audaz como extraordinaria y contraria a toda experiencia, lamento admitir que en el caso de Swedenborg no podemos guiarnos por las reglas, cánones y críticas empleadas comúnmente para juzgar las obras de otros autores. Dada la índole particularísima de su aventura mística, es imposible comprobar los estados psicológicos por los que pasó, como no sea por sus propias declaraciones acerca de tan singular acontecimiento. Si algo puede convencernos, es su propio testimonio, que yo acepto como natural.

Diariamente pongo fe implícita en amigos dotados de la vista y el oído, a pesar de saber por ellos mismos la frecuencia con que sus sentidos los engañan y extravían. No obstante, con sus evidencias reúno infinidad de preciosas verdades que me ayudan a crear un mundo propio, dentro del cual puedo imaginar la belleza del cielo y escuchar el canto de los pájaros. Aunque todo a mi alrededor esté silencioso y oscuro, dentro de mí, en el espíritu, hay claridad y música, y en mis pensamientos hay destellos de color. De la misma manera aprovecho el testimonio de Swedenborg sobre el más allá para fabricar un mundo semejante al que mi espíritu reclamará cuando abandone esta prodigiosa y no menos aprisionadora casa de arcilla.

Acaso pueda sugerir un procedimiento más objetivo para juzgar las aseveraciones de Swedenborg. Según enseña la ciencia, en el cerebro hay una curiosa y pequeña cámara oscura, en la que el sol y las estrellas, la tierra y el océano penetran en alas de la luz. En el crepúsculo, el alma sale de su secreta morada, y todos conversan entre sí. Sólo el Creador puede contemplar abiertamente su gloria. Nosotros, los mortales, no resistiríamos el deslumbramiento producido por su gran esplendor; pereceríamos sin remedio. Por eso, al hombre únicamente se le permite ver todo confusamente, como a través de cristales empañados, como si adivinara sombras en una cámara diminuta débilmente iluminada. No me explico, pues, las constantes referencias a «los confusos misterios del cielo», las dudas sobre el otro mundo, cuando a través de sentidos velados apenas percibimos nada de lo que hay en la tierra. ¿Por qué es tan difícil concebir que con igual libertad el alma se asoma fuera de su morada, desecha los insuficientes lentes que le provee el cuerpo, y por medio del telescopio de la verdad avizora las infinitas planicies de la inmortalidad? Si esto no bastase, he aquí otra clave para comprender las observaciones de Swedenborg acerca del otro mundo.

Según él, es el hombre interior quien ve y percibe cuanto ocurre a su alrededor, porque sólo de esta fuente interna proceden la vida del sentimiento y la sensación. Por desdicha, la generalizada ilusión de que toda experiencia está fuera del hombre, impide a la mente desembarazarse de ella, a menos que ensaye a concentrarse. En mi caso particular nunca me ha estorbado en demasía, puesto que constantemente soy remitida a mis pensamientos e imaginación. Pero que semejante ilusión existe lo prueba frecuentemente la sorpresa que demuestra la gente al saber que disfruto con las flores, la música y las descripciones de bellos paisajes. Si es tan increíblemente difícil hacerles entender los hechos más sencillos relativos al poder del tacto y el olfato, ¿cómo esperar que entiendan la posición del que no solamente ve y oye con sus sentidos corporales, sino además emplea hasta un grado excepcional sus facultades espirituales, y de esta manera abre un horizonte casi ilimitado al estrecho círculo que rodea las cosas sensibles?