«Luz en mi oscuridad», El libro por Helen Keller acerca de Swedenborgluz_en_mi_oscuridad

 

~Capítulo 5~


GUIADO por la luz del Verbo Divino, Swedenborg vio la Unidad de Dios en Esencia y Persona, a Jesucristo como a Dios en la humanidad que El asumió en la tierra, y al Espíritu Santo como al Poder Infinito que crea y mantiene el bien y la dicha. A menos que percibamos claramente esta Verdad como el fundamento de una sana doctrina cristiana, es imposible explicar racionalmente las Escrituras. Está permitido, pues, atesorar con júbilo la imagen del Dios Único, sin tener que negar sino más bien exaltar por encima de todo a Cristo, la amorosa Personalidad que ha hecho suspirar de anhelo a tantos corazones durante las edades.

¿Cómo no amar la forma humana

en el infiel, turco o judío?

Donde hay clemencia, amor y compasión,

seguramente allí está Dios.

El goce que inspira este concepto del Señor es como el sol con su triple diadema de calor, luz y actividad. Es como la satisfacción de contemplar en un bello ser humano el feliz equilibrio del alma, la mente y el cuerpo, o la perfecta continuidad de la semilla, que brota en capullo y luego se convierte en espléndido fruto. Aunque razonable, comprensible, compatible con la índole de todo lo creado, ¡costó titánicos esfuerzos a Swedenborg plantarlo para hacerlo crecer y florecer! En primer lugar, tuvo que desarraigar el colosal obstáculo representado por las innumerables discusiones y conjeturas sobre la Trinidad y la justificación mediante la fe, por la misma razón que Francis Bacon tuvo que suprimir la observación directa de la naturaleza y reemplazarlo por los métodos escolásticos del pensamiento deductivo. Obedientes a la llamada de la Verdad Eeterna, estos dos sabios se resignaron a enfrentarse con las dificultades y la consiguiente soledad del que inaugura una nueva época. En la esperanza de proporcionar a las generaciones venideras una orientación más segura y recta, resolvieron mantener sus opiniones frente a la hostilidad pública. Ambos descubrieron que «las doctrinas que encuentran mejor acogida en el populacho son las muy contenciosas y pugnases o las especiosas y vacías, e indudablemente muchos genios, por mantener su reputación, de buena gana han estado dispuestos a inclinarse ante el juicio de la época y de la multitud».

Swedenborg pudo haber afirmado junto con Bacón que «este tipo de conocimiento espúreo predominó grandemente entre los eruditos, que con talento acusado y abundante tiempo libre, en exagerada agitación de su genio, devanaron con escaso material las complicadas urdimbres de saber qué contienen sus libros».

Los nuevos pensamientos sobre la Unidad de Dios que Swedenborg presentó en sustitución de los antiguos tienen de precioso el darnos penetración para discernir entre la Deidad real y la apariencia repulsiva de que ha revestido a Dios la errónea interpretación del Verbo y los hombres que, guiados por la pasión, le han dado atributos antropomórficos. Los siguientes extractos de su obra Verdadera Religión Cristiana atestiguan sus esfuerzos por suplantar estas nociones anticristianas con una fe más noble:

«Dios es omnipotente, porque su poder emana de Sí Mismo. Los otros tienen poder a través de El. Su poder y su Voluntad son una misma cosa, y como El no desea nada que no sea el bien, tampoco puede hacer nada sino el bien. En el mundo espiritual nadie puede hacer nada contrario a su propia voluntad, y este privilegio le viene de Dios, cuyo poder y voluntad son una sola cosa. Dios es el bien mismo. Por eso, al hacer el bien está en Sí Mismo y no puede salir de Sí. Por consiguiente, su omnipotencia procede y actúa dentro de la esfera de extensión del bien, que es infinita.»

«Es patente el desvarío de los que piensan, más aún de los que creen, y todavía peor en los que enseñan que Dios puede condenar, maldecir, arrojar a nadie al infierno, predestinar ninguna alma a la muerte eterna, vengar injurias o castigar. Dios ni siquiera puede apartar su rostro de ningún hombre y mirarlo con semblante adusto.»

«Hoy en día prevalece la opinión de que la omnipotencia de Dios es como el poder absoluto de un monarca del mundo, que puede hacer y deshacer a su antojo, absolver y condenar a quien le plazca, exonerar al culpable, declarar justo al infiel, exaltar al indigno y falto de méritos por encima del digno y merecedor, y aun bajo cualquier pretexto privar a sus súbditos de sus bienes, sentenciarlos a muerte o proceder a otras arbitrariedades parecidas. Como resultado de esta absurda opinión, fe y doctrina referente a la Divina omnipotencia, a la iglesia han afluido tantas falsedades, falacias y quimeras como son los temas, capítulos y derivaciones de la creencia en tal postulado. Muchas más afluirán, numerosas como los odres que podríamos colmar con las aguas de un lago, o como las serpientes que salen de su escondrijo para calentarse al sol del desierto. Basta mencionar estas dos palabras, «omnipotencia» y «fe», y luego diseminar entre la gente todas las fantasías y necedades que pueden ocurrírseles a los sentidos del cuerpo. Estas palabras carecen de razón, y cuando la razón es abolida, el pensamiento del hombre no vale más que el del pájaro que vuela sobre su cabeza.»

Las enseñanzas de Swedenborg nos elevan a la cima montañosa donde la atmósfera está despejada de odio y donde es posible comprender que la naturaleza del Ser Divino es Amor, Sabiduría y Servicio, y que su Actitud no cambia jamás hacia nadie. También nos muestran que no todos los hombres pueden ser hechos mejores, porque algunos son incapaces de desear su propio adelanto, y que algunos no hallan a Dios jamás. Los que

piensan constantemente en sí mismos están imposibilitados de tener visiones. Sus almas se ahogan en la materialidad que crece a su alrededor, y como un diluvio los barre de sitio. Estos no pueden ver nada, salvo a sus semejantes, que a su vez luchan también en las turbias aguas, y les es indiferente salvarse ellos mismos o ayudar al resto. Pero a través de la vasta obra swedenborgiana resplandece una imagen del Amor Eterno, que abraza a cada ser humano y procura evitar que éste se hunda en un pecado todavía mayor. Por eso en Isaías se dice que el Señor es «sordo y ciego», como si El no viera las faltas de los hombres y en lugar de quebrantar a sus hijos, suavemente los encaminara y los convirtiera al bien apenas están dispuestos a someterse a su influencia y cooperar con El.

Otra de sus revolucionarias teorías, al menos para aquellos días, fue negar la llamada predestinación al infierno. Todos hemos nacido para el cielo, como la semilla nace para transformarse en flor y el diminuto zorzal en el nido está destinado a ser un ave canora si son obedecidas las leyes de la vida. En una palabra, todos hemos sido redimidos y todos podemos ser regenerados. Es culpa del hombre solamente si vive y piensa de tal manera que por sí mismo se cierra las puertas del cielo, porque allí va cada vez que le cruza un pensamiento noble, y allí permanece cuando su dicha se cifra en servir a los otros.

Aunque la opinión popular crea que Darwin hizo mofa de estos lugares, el cielo y el infierno ciertamente no son motivo de risa en los escritos de Swedenborg, ni pueden serlo desde los individuales puntos de vista, mientras el hombre sea capaz de pecar y luego sentir remordimiento. En sus obras aprendemos que, efectivamente, no existe el infierno concebido por la mente medieval, pero si existe un infierno mental a donde van los empedernidos en el mal y los que voluntariamente niegan a Dios en su corazón. Si bien no caen en el fuego en el sentido literal de la frase, se castigan a si mismos con creces. Por eso Dios los libra incluso del aguijón de la conciencia y no los obliga a situarse en estados anímicos celestes que les producirían sofocación y los privarían de los únicos placeres a su alcance. Esto no impide que «se quemen» en sus instintos egoístas y su amor de dominio. Ven al igual que piensan—como lechuzas y murciélagos—. Debaten, litigan y pelean. Practican interminables artes de magia y también «fingen». Tienen que trabajar duramente para procurarse aire y alimento, y algunos que en la tierra se afanaron con tanto celo por lograr recompensas, parecen estar siempre cortando leña y segando el césped. Los avaros abrazan contra su corazón las imaginarias bolsas de dinero. Las sirenas se empeñan lastimosamente en embellecer sus despreciables formas y contemplar su propia imagen reflejada en la mortecina luz que daría una hoguera de carbón. Cada pandilla de picaros se devana los sesos por jugar malas pasadas al resto, y el fiero goce de la rivalidad brilla pavorosamente en sus rostros contorsionados. Aquellos que se han aferrado a sus crueles y estúpidas opiniones hablan hora tras hora con idiotas de su misma condición y con los espíritus obtusos. Cuando se cansan de sus propios esfuerzos baldíos, una multitud de duendes, gnomos, hechiceros y ladrones bailan cogidos de la mano como incoherentes fantasías de un sueño febril.

Mas a estos infortunados el Señor no los abandona inútiles y despreciados. Por el contrario, los trae al orden externo, y en la medida en que pueden ser guiados por sus afectos, los induce por su propio bien a prestar ayuda a los demás y a servir como ejemplo de los males que deben evitar y el bien que deben elegir. Ellos contribuyen a mantener el fuego de la ambición en quienes solamente desean fama y honores y no se preocupan por el bienestar público, como también a despertar algunas mentes para que acepten las crudas realidades que deben ser conocidas de quienes aspiran a proteger a la humanidad contra la fuerza bruta y la opresión de uno o de muchos. Hasta los peores demonios no pueden dejar de sentir hacia El una atracción que de buen grado negarían, sobre todo porque el Señor es el único que por divina gracia puede estar constantemente cerca de ellos y compadecerse de sus desatinos. Aunque su indignación esté, indudablemente, justificada, sea lo anterior una lección para quienes se enfurecen con la tontería y malicia de sus semejantes. Como afirmara Balzac, «Swedenborg ha absuelto a Dios del reproche que le han hecho las almas compasivas por la injusticia y crueldad que sería ejercer venganza perpetua para castigar el pecado del momento».

De acuerdo con todos los testimonios de Swedenborg, después de la muerte somos como viajeros que van de un paraje a otro, conocen variados objetos, se tropiezan con gente de toda clase y a lo largo del camino aprenden algo de cada individuo. Observamos, juzgamos, criticamos y escuchamos palabras de sabiduría o insensatez. Abandonamos una opinión, recogemos otras, cernimos y ensayamos en nuestro crisol mental, y de cada experiencia extraemos conocimientos más depurados y conceptos intelectuales más verdaderos, que son del dominio común. En la tierra el hombre vive aparte, aunque no solo, y por falta de oyentes jamás ha podido expresar los pensamientos más maravillosos que jamás se le hayan ocurrido. En la otra vida es diferente; todos viven y aprenden juntos. Las entidades espirituales, buenas o malas, son mentes, y por lo mismo se comunican entre sí, instantáneamente, volúmenes que en la tierra se necesitaría mucho tiempo para poder asimilar. Marchemos, pues, siempre hacia adelante y prefiramos los compañeros más deseables, a fin de llegar a ser cada vez más activos, cuerdos, nobles y felices a través de la eternidad. ¡Qué magníficas perspectivas abre lo anterior a aquellos cuyo vuelo espiritual está lastrado por la desalentadora admisión de la mortalidad!… ¡Qué indescriptible alivio para quienes apetecen elevada amistad y comunicación animada! Creo que en el cielo, al igual que en la tierra, las amistades se consolidan por sus cambios tanto como por su constancia, y está en su naturaleza vitalizar y diversificar las ideas y emociones que penetran en el campo de la conciencia.

Aquí abajo nos sentimos inclinados a dar relieve a la semejanza e ignorar la diferencia, pero en el cielo—y a veces también en este plano—los amigos de espíritu afín son, sin embargo, lo bastante diferentes para complementarse recíprocamente, como se complementan los abigarrados y be-líos colores del alba. Se descubren mutuamente y se contribuyen y reciben lo mejor de cada uno. Cada uno hace por el alma del otro lo que nuestras amistades hacen por nosotros cuando nuestros cuerpos necesitan sustento y abrigo. Lo asombroso es que esta certidumbre es producto de la experiencia, por ser yo misma el feliz objeto de una rara amistad que hace a mi maestra una vidente de las capacidades encerradas en mi interior. Sin su ayuda, el silencio y la oscuridad las esconderían a la mayor parte de las gentes. En nuestras vidas hay momentos tan encantadores que trascienden la tierra y hacen presentir el cielo. Este anticipado regusto de la eternidad me permite comprender claramente el perpetuo y omnímodo servicio que la amistad debía ser en todo momento.

La Biblia declara que en el cielo «descansamos de nuestras labores», aunque esto es válido solamente cuando hemos trabajado por la salvación a través de penas, fracasos y tentaciones —hasta alcanzar el domingo de paz e inocencia—. Las «labores» de las cuales descansamos son los obstáculos de la carne, la lucha por ganar el pan, la ropa y el techo, la guerra y los sórdidos planes por competir en ganancia o poder. Mas a los que en la tierra hemos desempeñado unos cuantos trabajos, nos aguardan inmensos campos de gloriosa faena, de emulación e intereses interminables. Los empleos en el Reino de los Usos—como se ha llamado al cielo—no pueden ser enumerados o descritos específicamente, porque son infinitamente variados. Los que sienten abnegado amor paternal o maternal, prefieren adoptar niñitos procedentes de la tierra. Algunos son educadores de jóvenes y muchachos; otros proporcionan instrucción a los sencillos y diligentes que así lo deseen. A las naciones paganas se las enseñan nuevas verdades que amplíen y purifiquen sus limitadas creencias. Hay en el cielo sociedades especiales para ayudar a los que por la muerte se alzan a la Vida. Ellas defienden a los recién llegados contra la animosidad de los espíritus malvados en la liza del mundo intermedio, protegen a los habitantes del infierno y evitan que se atormenten recíprocamente más de lo que pudieran soportar. De esta manera aminoran en lo posible la magnitud de su desgracia. Por el hecho de vivir los seres humanos simultáneamente en el mundo natural y en el reino espiritual, ciertos ángeles de cada sociedad son designados para cuidar a los hombres, quitarles poco a poco sus concupiscencias y sus hábitos mentales equivocados, y dulcemente transformar su afán de realizar hazañas de valor dudoso en la satisfacción de realizar obras luminosas. Únicamente la renuencia del hombre es capaz de refrenar los afectuosos servicios que los ángeles están dispuestos a prestarles. Aun así, insisten una y otra vez con perseverancia y paciencia, como mensajeros que son de la Fidelidad Divina. Escasamente ven, y mucho menos se detienen a considerar, las faltas de nadie. Por el contrario, examinan todas las bellezas de su disposición y mente e interpretan como bien todo lo que parece contradicción. Cuando los hombres y mujeres que aspiran a ser ángeles siguen fielmente las indicaciones de sus guías, se levantan continuamente al plano de tareas más nobles. Cada nuevo estado les hace sentir el influjo de nuevos poderes, como prometiera el Señor en la frase «Medida cabal que se vuelca, se amontona y se derrama». Las arpas doradas y los interminables cantos de alabanza que han creado la desfavorable imagen de los santos ociosos, apenas son representaciones alegóricas del corazón que pulsa tiernamente la lira de su alegría y canta a medida que la labor se hace cada vez más satisfactoria y bella.

A la luz de las enseñanzas de Swedenborg comprobamos que la vida celeste es verdaderamente una vida humana donde se realizan y disfrutan infinidad de servicios domésticos, civiles, sociales y de inspiración. También nos damos cuenta de que hay tres clases de ángeles: los que se interesan principalmente en el conocimiento y trabajo práctico que portege a las avanzadas del cielo contra las intrusiones del infierno; los que se dedican a especulaciones filosóficas y crean nuevas ideas y, por último, la clase que no necesita razonar las cosas, porque tiene la capacidad de sentir al unísono con los demás. Los poderes de percepción de esta clase de ángeles les permiten ponerse en el lugar de los otros y actuar directa y rápidamente. Su carácter semeja el de la higuera, que sin detenerse a florecer, hace brotar hojas y frutos al mismo tiempo. Como ninguno es igual a otro, hay incontables agrupaciones y sociedades, aunque solamente un cielo. El cielo es uno, a semejanza del cuerpo humano, que no obstante ser uno solo, está compuesto de multitud de órganos, miembros, vasos sanguíneos, nervios y fibras. Todos los fines menores están subordinados al bien común. En resumen, cada ideal y gloria, cada anhelo elevado, todo lo que el sueño de las mentes más nobles haya susurrado jamás y las posibilidades más infinitamente increíbles se hacen realidad sustancial a la eterna luz del sol de la inmortalidad. En el cielo encontramos, asimismo, la belleza de la mujer y la fortaleza del hombre, el amor desinteresado entre los sexos, el retozo de los niños, los goces del compañerismo y el poder vital del tacto con su exquisita y consoladora elocuencia.

Si, efectivamente, Swedenborg aporta una revelación de la vida celeste muy autorizada y clara y de la mejor manera en que puede ser comprendida, es decir, libre de las limitaciones materiales, también deberá ser evidente para nosotros el propósito de la educación de ese otro mundo, en ese vasto reino de almas revestidas de cuerpos espirituales, todas las cuales están en relación recíproca, vinculadas por un magnífico sistema de usos. En la multitud celeste no hay un solo individuo que carezca de capacidades, intereses y conocimientos especiales capaces de impulsar su más alto desarrollo propio, que a la vez resulta el mayor bien para todos. Aunque dependientes entre sí, todos se perfeccionan gradualmente y a su manera, respondiendo cada vez más adecuadamente a la dicha que se le otorga con creces.

Cuando examinamos inteligentemente la vida terrena, hallamos que está regida también por la misma Ley de los Usos. Sabemos por la ciencia que todas las partes del cuerpo existen para beneficio de las otras. Dios inspiró en la naturaleza un propósito similar. El reino mineral sirve de sustento al vegetal, que a su vez proporciona vida al hombre, y ambos reinos abastecen a la humanidad. Esta ley benéfica—uno para todos y todos para uno—está destinada a regir la vida humana. Aunque muchos hayan falseado esta ley y vivan del trabajo y el cerebro de los demás, tarde o temprano, para ser contado entre los dignos, a cada cual le llega su turno de rendir una ofrenda de servicio en el altar del bien común, bien sea con las manos, el intelecto o con nuevas capacidades emotivas y estéticas.

En el hombre juzgado subjetivamente el caso puede ser desde luego diferente, porque el egoísta desfigura con facilidad su propio uso. No obstante, permanece en pie la realidad objetiva, presente en nuestra vida y en las ajenas, de que la vía más aceptable para realizar los propios ideales es adaptarnos a la Ley de los Usos. De nosotros depende aprender a seguir esta ley como orientación y saber elegir la actividad especial que, además de proporcionarnos satisfacción e interés, armonice igualmente con el bien de todo el resto.

De este modo cada uno hallaría su nicho en la Vida Eterna de los Usos, la única manera de vivir en éste o en cualquier otro mundo.

Sagaces pensadores de hoy han recalcado la necesidad de adoptar un sistema educativo que permita apreciar la Ley de los Usos y aplicarla en nuestro caso particular, a fin de que podamos elegir el trabajo para el cual nos sentimos mejor capacitados. Hace falta un sistema que pueda enseñarnos la variedad a nuestro alcance, que nos indique los diferentes servicios prácticos, mentales o espirituales que podemos rendir. Todo esto servirá para impulsar a cada cual a escoger la labor hacia la cual se sienta más fuertemente atraído según sus intereses y aptitudes.

Swedenborg señala continuamente la vida celeste como pauta y lección objetiva. Aunque las filosofías antiguas consideraban que la tierra era una preparación para el cielo, lo cierto es que nos han dado nociones sobre el cielo a fin de que aprendamos a vivir mejor en la tierra. La Visión de la Belleza debe aparecer en el taller de Nazareth. Por eso no vacilo en sugerir a las escuelas de la tierra aplicar el concepto swedenborgiano sobre la educación de la niñez en el cielo, donde se enseña principalmente por medio de «representaciones», es decir, por medio de cuadros e instructivas obras teatrales, la visita a lugares interesantes, por la ilustración y el ejemplo, en una palabra. En el cielo se orienta a los alumnos a elegir entre sus usos preferidos, y se les educa en conformidad con aquéllos. Esta es la meta a que parece aspirar la pedagogía moderna. Aún me deleito recordando la manera en que fui encauzada por método similar a las bendiciones del saber y la acción, y estoy segura de que con atinadas modificaciones pueda ser de vasta utilidad en nuestros sistemas docentes en general.

En mis circunstancias de vida no es difícil aceptar lo que Swedenborg trata a menudo de indicarnos, que es lo siguiente: los fenómenos visibles y tangibles en el otro mundo son personificaciones directas de los estados mentales de sus habitantes. De nada vale conocer los maravillosos esplendores del cielo si no entendemos algo de su origen y significado esencial—hecho incomprensible para quienes no perciben la separación que hay entre su cuerpo terrenal y su yo interno—. La dificultad estriba en la combinación inmediata de objetos familiares con tópicos mentales desconocidos. Es como aprender un idioma nuevo y a la vez aprender gran parte de los hechos fundamentales que este idioma expresa.

¿Hay acaso algo más dulce que despertar de una pesadilla y ver un sonriente rostro familiar? Ojalá sea así cuando despierte en el cielo después de mi viaje terrenal. Nunca pierdo la fe en que cada tierno amigo que aquí haya «perdido», sea un eslabón más entre este mundo y el otro más feliz que queda más allá de la bóveda celeste.

Es inevitable, naturalmente, que me abrume momentáneamente la pena de no sentir el roce de manos queridas y oír las dulces palabras de los fallecidos; pero la luz de la fe nunca se apaga en mi firmamento. Pronto recobro el ánimo, y me alegro de que ya estén libres. No puedo comprender el temor a la muerte. La vida terrena es más cruel que la muerte, porque divide y separa; mientras la muerte, que en realidad es la vida eterna, reúne y reconcilia. Estoy convencida de que cuando los ojos espirituales confinados dentro de mis ojos físicos se abran en el otro mundo, sencillamente pasaré a vivir conscientemente en el país de mis sueños. Quizá haya una probabilidad entre un millón de que estén vivos los seres queridos que murieron, pero aun así me aferraré a esa probabilidad y me arriesgaré a equivocarme; es preferible a saber algún día que mis dudas entristecieron sus almas. Desde el momento en que existe la sospecha única de la inmortalidad, me esforzaré por no empañar la alegría de los desaparecidos. La verdad es que a veces me pregunto quién está más necesitado de alegría, si el que anda a tientas en la oscuridad de este mundo o el que seguramente ya está aprendiendo a ver la luz de Dios. ¡Qué real es la oscuridad para el que adivina en las sombras de la tierra un sol que jamás ha visto! A pesar de todo, estimo que vale el esfuerzo de mantenerme en contacto espiritual con los que nos han amado hasta el último momento de sus vidas. Una de las experiencias más dulces que el ser humano pueda experimentar es recordar tiernamente a sus muertos y sentirse muy cerca de ellos cuando le conmueve un noble afecto o un puro goce. El poseer esta fe cambia la faz de la inmortalidad, hace de la adversidad una batalla ganada y enciende un faro de aliento a los que aparentemente les ha sido arrebatado el último puntal de su dicha. Cuando nos convencemos de que el cielo no está lejos, sino dentro de nosotros, el llamado «otro mundo» se vuelve una mera forma de expresión. Sentimos entonces el apremio de obrar y amar incansablemente, cada vez más; de esperar contra todos los obstáculos; de colorear decididamente la oscuridad circundante, Aquí y Ahora, con los bellos matices de nuestro celeste morador.

¡Con qué emoción leo las palabras de sir Humphrey Davy, en quien la ciencia, la fe y la abnegación se combinaron en grado increíble! «No envidio en los demás ninguna cualidad mental o intelectual, ni el poder, el talento o la imaginación. Mas si pudiera elegir lo que me trajera mayor felicidad y yo creyese de mayor beneficio para mí, a todas las otras dichas preferiría la firme convicción religiosa que transforma la vida en disciplina del bien, crea nuevas esperanzas cuando las terrenas se han desvanecido, y arroja sobre la decadencia y la destrucción de la existencia la más preciosa luz. La fe religiosa extrae la vida incluso de la muerte. De la corrupción y la podredumbre conjura la belleza y la divinidad. Convierte la Cruz, instrumento de tortura e ignominia, en escalera de ascenso al Paraíso. Muy por encima del conglomerado de esperanzas terrenas, evoca deliciosas visiones de palmas y amarantos, jardines beatíficos y la seguridad de las bienaventuranzas eternas, allí donde los sensuales y escépticos sólo ven tinieblas, descomposición, aniquilamiento y desesperación. Me resulta casi una experiencia pentecostal sentir en mi mano la del científico sereno amante de la humanidad para quien no hubo reconciliador que secundara sus ideas; del que percibiendo las contradicciones de las antiguas creencias, tuvo que laborar en medio de la mayor pobreza y por último cedió gratuitamente al mundo su invento de la lámpara de seguridad; de quien conoció los tormentos de la existencia natural, pero mantuvo inconmovible su comunión con Dios.

Declaro haber escrutado sin temor el propio corazón de las tinieblas y haber resistido someterme a su paralizadora influencia. En espíritu soy de los que caminan la mañana, y en vano se atraviesan en mi camino—densos como las hojas secas del otoño—los sombríos y desalentadores estados de ánimo inventados por la mente humana. Otros pies han hollado esta senda antes que yo, y el desierto que conduce a Dios me es tan familiar como los refrescantes campos verdes y los huertos cargados de frutos. Yo también he sido profundamente abatida, haciéndoseme ver mi pequeñez en medio de la inmensa creación. A medida que aprendo, menos creo que sé. Mientras más comprendo mi experiencia sensoria, mejor percibo sus limitaciones, su imperfección para servir de fundamento a la vida. Con frecuencia me son expuestos los puntos de vista de los optimistas y también de los pesimistas, con tal habilidad, que únicamente por genuina fuerza espiritual logro mantenerme firmemente asida a una filosofía práctica de la vida. Estoy resuelta, sin embargo, a elegir la vida y rechazar lo opuesto a ella, que es la nada. En un poema titulado Elige, Edwin Markham ha elaborado primorosamente acerca de los variados sentimientos y creencias que hoy en día se disputan la supremacía:

 
En el rosal anida la espina punzante…;

el delicado lirio se alza sobre el cieno,

la mariposa pierde colores al instante,

al final del camino está la mansión del duelo.

 
¿Y si decimos que a la espina acompaña la rosa

y en el lodo del río se columpian los lirios,

que la crisálida es bella como la flor del césped,

y el final del camino es la puerta hacia Dios?