«Luz en mi oscuridad», El libro por Helen Keller acerca de Swedenborgluz_en_mi_oscuridad

 

~Capítulo 7~


Las referencias que hace Swedenborg a la delicia y la felicidad son incontables, como las flores y las hojas de un árbol frutal en pleno florecimiento, lo cual no tiene nada de extraño, puesto que, según él, la vida de un hombre consiste en el goce de lo que ama. Cuando el corazón está frío no hay interés, y donde no hay impulso tampoco hay delicia. La felicidad humana se compone de innumerables alegrías pequeñas, como el tiempo se compone de minutos y segundos. Si las personas en plena posesión de todos sus sentidos se detuvieran a pensar en su interior y a contar sus bendiciones, estarían tan ocupadas que la primera áspera llamada del deber les parecería música encantadora.

No me refiero al hedonismo, que consiste en perseguir como meta la felicidad y no el servicio, y espero que los lectores sinceros no tomen a la ligera mi declaración de que el Universo es una gran mesa desplegada como banquete por la Divina beneficencia para festín del alma. Cada facultad de la mente y cada apetito del cuerpo se renueva y edifica por medio de sus delicias. Cada potencia en la naturaleza física y mental del hombre debería tener la oportunidad de elegir y apropiarse lo que le es satisfactorio y afín. No es necesario, como se cree generalmente, renunciar a los placeres naturales antes de poder conquistar los espirituales. Por el contrario, lo disfrutamos con más exquisita fruición a medida que crecemos interiormente. ¡Qué maravilloso es el racimo de uvas que nos envía un amigo querido…, cómo apreciamos su redonda belleza y su color, su delicioso aroma, la abundancia de cariño, de imaginación y poesía que el mismo expresa! ¡Qué espléndidas y variadas hallamos las flores con sus fragantes delicias, que vivifican el cerebro y abren los capullos del corazón! ¡Qué interesantes y encantadores son los juegos del cielo, el agua y la tierra…, precioso espejo donde se refleja ese otro mundo más alto que es la meta de nuestra fe y sueños!

En un mundo lleno de preocupaciones y dolores como el que habitamos, debía ser obligación de todos mostrarnos recíprocamente los deslumbradores espejos de placer que podrían iluminar las épocas sombrías y las tareas fastidiosas. Swedenborg, autor de una labor verdaderamente titánica, descubrió inagotables depósitos de alegría en medio de las rutinas más agotadoras. Con todo su corazón, que era el propio corazón del cielo, escribió en su libro La Verdadera Religión Cristiana:

«Por los goces del amor, que son también los goces de la caridad, lo que es bueno es llamado el bien, y por los encantos de la sabiduría, que son también los encantos de la fe, lo que es verdadero es llamado la verdad. Los goces y encantos de toda índole constituyen la vida de la caridad y la sabiduría, y sin la vida que éstas les proporcionan, el bien y la verdad son cosas inanimadas y estériles.»

«El amor, cuyo gozo es esencialmente el bien, es como el calor del sol que fructifica, vivifica y obra sobre el suelo fértil, los árboles frutales y los maizales, y cuyos rayos producen dondequiera que llegan una especie de edén, un jardín de Jehová, una tierra de Canaán; el encanto de su verdad es como la luz de un sol de primavera o como la luz que pasa a través de un vaso de cristal lleno de bellas flores, por las cuales, a medida que se abren, pasa un perfume.»

En igual medida que el egoísmo y la queja pervienten y ensombrecen la mente, el amor, con su delicia, aclara y agudiza la visión, da sutil percepción para ver maravillas en lo que antes parecía insignificante y opaco, vuelve a colmar las fuentes de inspiración y envía nueva vida y sangre a través de las facultades entorpecidas por la materia.

Entre los pensadores se arraiga cada vez más la creencia de que la delicia es esencial al crecimiento y progreso interiores, a la adquisición de instintos más nobles. ¿Qué induce a un niño a aprender, como no sea la delicia que le produce saber? ¿Acaso no son los placeres del gusto los que permiten al cuerpo asimilar los alimentos? ¿Qué mente capaz siquiera de reflexión no elige las ideas que le placen e ignora las otras? ¿No es un hecho probado que el hombre quiere su secreta voluntad para fijarla en El Dorado particular de sus sueños y esperar que llegue la oportunidad de hallarlo? ¿Qué otra cosa, como no sea el soñar con su delicia, es lo que conduce al valiente y al aventurero a frescos descubrimientos que aumentan los recursos naturales del hombre? ¿Soportaría el científico ardua labor y desagradables tareas si no fuese por la felicidad que siente en comprender nuevas verdades o prestar un servicio más a la humanidad? Un sabio maestro, amigo, o un genuino reformador, no intenta la fuerza para arrastrar a un malhechor hacia la regeneración. Más bien combina la disciplina con una influencia agradable, para ablandar su obstinación, deleitar su mente huraña y hacer que piense rectamente. Todo el que por bondad de corazón emite palabras de consuelo, ofrece una sonrisa de aliento o suaviza las asperezas del camino de otro, experimenta una delicia íntima que es parte de su vida. ¿Hay, por ventura, un gozo semejante al de superar obstáculos que antes nos parecían infranqueables y al de fijar a nuestros logros un límite más alto? ¡Piensen en esto los que anhelan dicha, porque las delicias ya alcanzadas les parecerán innumerables como la hierbecilla que cruje bajo sus pies o las gotas de rocío que brillan sobre las tempranas flores!

Pocos seres conozco, sin embargo, que aprecien este caudal de dicha. Me asombra y entristece verlos alejarse de la meta y buscar la felicidad en los lugares más extraños, en visitas y reverencias a reyes y reinas, en viajes y diversiones, en las profundidades de la tierra, donde esperan hallar tesoros escondidos. Otros se privan de esta alegría al encadenar su intelecto a supersticiones religiosas, los congresos o la política partidista. ¡Lástima grande que estén ciegos, sordos y hambrientos, teniendo dentro de ellos mismos dulces tesoros que sólo aguardan una señal para derramarse en bendiciones sobre su corazón y su mente, nada menos que el regalo del Bien que Dios les hace procedente de su Dicha, aunque ellos no lo sepan!

Muchas veces la mejor manera de ayudar al hombre a encontrarse a sí mismo es proporcionarle el asombro de los goces recién descubiertos, porque la propia delicia nos hace en cierto modo llegar a conocer nuestra verdadera naturaleza. Quien examine su propia dicha, acaso pueda llegar a la conclusión de que ésta reside principalmente en su desinteresado afán de servir a los otros y crear en el mundo una vida más espléndida, aunque aparentemente concentre toda su energía en moldear su éxito personal y adquirir conocimientos que sirvan a sus fines privados. Cuando este hombre escuche las voces de aprobación de sus desinteresadas delicias y sea consciente de nuevas facultades y percepciones interiores, su estatura como hombre se triplicará. Sólo cuando seguimos los pasos del espíritu hasta descubrir el asiento de sus delicias podemos llegar a contemplar nuestra propia forma y rostro y leer nuestro destino en el Libro de la Vida. Swedenborg afirma también que el hombre con suficiente honradez intelectual para reconocer la calidad indeseable de lo que constituye sus delicias y con igual coraje para tratar de elevar el corazón a algo más digno no tiene por qué desesperarse. Apenas abandone sus viejas fascinaciones, la dicha pura se precipitará a inundar su alma, como las irresistibles y fuertes corrientes de aire vivifican una morada que durante mucho tiempo ha estado cerrada. Mientras más feliz sea, más fuerte se sentirá para remodelar las circunstancias exteriores y adaptarlas a su deseo. Es erróneo temer que el enemigo halle una brecha para penetrar las murallas que antes estaban derruidas; en el sitio del temor deberá fabricar una nueva delicia y concentrarse en ella hasta que pase el período de prueba. Esto es lo que la ciencia moderna llama «chifladura» o «hobby», providencial psicoterapia que a tantos infortunados ha servido para curarse de tendencias al parecer irremediables y convertirlas en inaudito desarrollo de sí mismos. Una vez que hemos logrado extirpar las delicias torcidas y los malsanos pensamientos, una vez que trabajamos en armonía con los poderes del bien, el perdón de los pecados es manantial de dicha que viene de lo alto y baña el corazón herido.

Indudablemente, todo el mundo debía dedicar aunque sólo fuesen cinco minutos al día a algún placer especial, como es la contemplación de una flor rara, de un celaje maravilloso, de una constelación, aprender un poema o aliviar la tarea de otro ser humano. ¿De qué vale la tenaz diligencia con que muchos cultivan fastidiosas tareas y amistades superficiales al precio de posponer su intercambio de sonrisas con la Belleza y el Goce? Es preciso admitir, siquiera ocasionalmente en nuestras vidas, la presencia de lo bello, fresco y eterno, porque de lo contrario se nos cerrarán las puertas del cielo y un polvo gris cubrirá toda la existencia. Poco importa el esplendor del cielo si la tierra no sabe apreciarlo. El amor a. la belleza nos permite aspirar a las magnificencias de la alborada y a la lluvia de estrellas.

Pocos somos santos o genios, pero en cada hombre hay al menos la esperanza de que las delicias puras que ellos atesoran se conviertan en «focos de buena voluntad»; que los encantadores paisajes donde moran, las armonías que escuchan, las cosas tiernas o graciosas que tocan con mano reverente inicien instantáneamente una multitud de dulces pensamientos que ni la preocupación, la pobreza o la pena puedan destruir. Es delicia la voz del amor y la fe que en definitiva pronunciará la palabra de vida eterna resumida en esta frase: «¡Bien hecho!»

El goce es inseparable de las doctrinas expuestas por Swedenborg, cuya nueva filosofía resultó extraña a su época después de las penitencias medioevales y la tristeza de los credos férreos. Uno de los rasgos sorprendentes de su enseñanza es la universalidad de la delicia que contribuye a la vida. Su espléndida fe en la habilidad del hombre para aumentar la dicha del matrimonio y hermosear la vida de su niñez está bien lejos de ser la tímida desconfianza, los mezquinos ideales y los estúpidos métodos didácticos que prevalecen entre nosotros. En una palabra, la verdadera vida es la capacidad que tenga el corazón para el goce cumplido.

A través de la descripción de Swedenborg, la Divina Providencia, hasta ahora oscurecida por dogmas contenciosos y cuyo significado ha degenerado con frecuencia en provisiones especiales cargadas de omisiones y favoritismos, aparece como un círculo de vastos y nobles ideales compatibles con su Divina grandeza, como el gobierno del Amor y la Sabiduría de Dios, como la creación de usos. Como la Vida de Dios no puede ser menos en un ser humano que en otro, ni Su Amor manifestarse con menos plenitud en una cosa que en la otra, naturalmente Su Providencia tiene que ser universal.

Al Cristianismo solía imputársele como una de sus principales omisiones el excluir vastas multitudes de almas de recibir las bendiciones de la salvación en Cristo. Esta idea ha dado paso a una comprensión de Dios como Entidad generosa, «como otro rebaño que oye Su Voz y lo obedece», dondequiera existe alguna forma de religión. Lo importante es la fidelidad a los propios ideales de un vivir recto, cualquiera que sea la raza o el credo a que se pertenezca. Recordemos que la religión consiste sobre todo en vivir una doctrina, no sólo creer en ella. A la Divina Providencia se debe que Mahoma se alzara para acabar con la idolatría. Podemos atribuir la poderosa influencia de bien que el gran profeta ha ejercido sobre tantos imperios y reinados al hecho de haber enseñado una forma de religión adaptada al genio peculiar de los orientales. La historia del pensamiento religioso proclama con clarinazos triunfales que Dios nunca se ha quedado sin testigos. Aunque los dogmas de una nación se perviertan, como cuando la religión tiende a convertirse en adoración convencional, abunda un gran número de gentes sencillas y buenas que viven demasiado apartadas de la corrupción predominante en las altas esferas mundanas. Ellas permanecen incólumes.

Si contemplamos la Providencia desde nuestro cielo mental, las experiencias del pasado resultan valiosas lecciones de sabiduría y utilidad que nos permiten notar la armonía de la Vida. Pero si observamos los procedimientos de Dios desde nuestro mundo de accidentes, casualidad y discordia, no lo entenderemos en lo absoluto; es más, lo juzgaremos un arbitrario dispensador de mercedes y castigos, que se muestra parcial con sus favoritos y vengativo con sus adversarios. Con nuestros mezquinos patriotismos, abusamos de su Inmensidad al rogar por victorias en la guerra. Contemplamos sectas rivales, y a veces pensamos que no hay Dios, porque de haberlo, habría creado al hombre incapaz de pecar. ¡Como si alguien quisiera ser autómata! Sólo un déspota exigiría que no pudiéramos pecar, y el espíritu se estremece de imaginar semejante concepto. Está comprobado que todas las negaciones de Dios acaban por ser negaciones de la libertad y la humanidad, y que el valor viviente de una creencia no depende de nuestra propia limitada experiencia, sino de su beneficio a la humanidad. La certidumbre de que existe una beneficencia gobernadora es lo único que en último término justifica el conocimiento e imparte dignidad a la civilización. Sus dones son muchos, pero sobre todo está la facultad de poder salir fuera de nosotros mismos para apreciar todo lo que es noble en el hombre y maravilloso en el Universo.

La Divina Providencia, de Swedenborg, es un poderoso testimonio personal de que Dios creó el Universo por la infinita necesidad—atributo esencial a su Naturaleza—de proporcionar vida y goce a sus criaturas. En numerosos pasajes de este libro consolador se indica la inutilidad y superficialidad de creer en una deidad remota e inaccesible. Su autor declara que «la esencia del Amor de Dios es el amor a los otros, desear estar con ellos, hacerlos felices desde Sí mismo». Si lo anterior es la suma de la Divina Providencia, para realizar la parte que nos toca en Su labor de rehabilitación espiritual, es preciso dejarnos llevar por ella como por una corriente.

En las vicisitudes de nuestra vida diaria, la Divina Providencia no solamente atiende a las bendiciones temporales, sino a la eterna felicidad y bienestar. Mientras prosigue su curso, inmutable y callado, nos deja en libertad de usar o abusar de las miríadas de cosas que caen en nuestras manos y de las pequeñas oportunidades de cada día. Mas como la libertad y la racionalidad son muestras del regalo de la inmortalidad que El está dispuesto a conceder a la especie humana, defiende el derecho de cada cual a actuar libremente según su razón.

Nuestras tendencias egoístas requieren que dentro de nosotros haya algo capaz de contrapesarlas. Para elegir una vida mejor es requisito previo tener alguna noción de lo que es la vida. Lo que nos salva de animalizarnos paulatinamente es la presencia dentro de nosotros de otras tendencias más nobles. A menos que sepamos del bien y también del mal, no podremos escoger libre y sabiamente el camino recto.

Sirva lo anterior para explicar la doctrina swedenborgiana sobre las «reliquias» (reliquiae) como valioso factor para plasmar la vida. Esta palabra, que él escribió en latín y a menudo se traduce como remanente, vestigio o residuo, significa las duraderas impresiones de amor, verdad y belleza que permanecen con nosotros como una reliquia de los días de la infancia. Al nacer somos pasivos; nuestras heredadas tendencias al mal todavía yacen inactivas. Por eso el niño está tan cerca del cielo, que con frecuencia presentimos que los ángeles lo están cuidando. Es bien cierto que «Sus Ángeles contemplan siempre el rostro de Mi Padre que está en el cielo», y que el niño viene «entre colgantes nubes de gloria» dotado de características y potencialidades diferentes a las de ningún otro ser humano. Sólo del Señor percibe sus facultades para el bien y la sabiduría, y en un sentido muy real el cielo envuelve al niño como una luz de sol. Así explica Swedenborg la bella inocencia y confianza del niño, las cuales nunca acaba de perder por completo. Esas aptitudes atesoradas son los sagrados aposentos donde percibimos nuestra afinidad con Dios, el ara del sacrificio, la frontera de lo mortal con lo inmortal, la arena donde se emprenden los grandes combates espirituales en la vida del hombre. Son, pues, receptáculos de las lágrimas y las agonías, del sudor de sangre de Getsemaní, el santuario de la vida que hayamos elegido. Feliz el hombre que puede decir: «¡Aquí también hubo victoria!» Aquí está el altar de la vida que hemos escogido.