«Luz en mi oscuridad», El libro por Helen Keller acerca de Swedenborg
~Capítulo 2~
Mis primeras impresiones hace treinta años sobre los escritos de Swedenborg carecerán de significado, a menos que retroceda a mi temprana pesquisa de Dios. De pequeña, naturalmente, quería saber quién hizo todo lo creado, y al respondérseme que la Naturaleza, o Madre Naturaleza, como se decía entonces, había hecho la tierra, el cielo, el agua y todas las criaturas vivientes, quedé satisfecha por una temporada. Me sentía contenta entre los rosales del jardín de mi madre, a la orilla del río, y en los campos sembrados de margaritas, donde mi maestra me contaba cuentos verdaderamente extraordinarios acerca de las semillas y las flores, las aves y los insectos, y los peces del río. Creía, como otros niños, que los objetos palpables tenían vida, conciencia de sí, y suponía que todos éramos hijos de una madre común. Pero a medida que crecía, comencé a meditar sobre los sectores de la naturaleza que podía tocar. Al llegar a este punto de mi narración no puedo evitar usar palabras de madurez e ideas adquiridas años después para dar a entender las impresiones de la niñez, que son siempre confusas, fragmentarias y cambiantes. Observé diferencia entre la forma en que los seres humanos realizaban sus trabajos y la naturaleza labraba sus maravillas. Noté que los cachorritos, las flores, las piedras, los niños y las tempestades no se preparaban de la misma manera que mi madre hacía pastelillos. En el campo y en los bosques había un orden y encadenamiento que me dejaban perpleja, y al mismo tiempo había en los elementos una confusión que me aterraba. Me era imposible aceptar que lo bello y lo feo, lo útil y lo abominable, el justo y el malvado, estuvieran sujetos a desenfrenada destrucción bajo el azote de inundaciones y tornados. ¿Qué propósito tenía esta masa ciega de fuerzas irresponsables al crear y mantener la vida y renovar incesantemente lo que antes destruyó? ¿Por qué la infalible sucesión de primaveras, veranos, otoños e inviernos, siembra y recolección, noche y día, mareas y generaciones de hombres? La sospecha de que mis seres amados y yo misma le importábamos a la Naturaleza tanto como pudiera importarle una ramita de arbusto o una mosca despertó en mí un resentimiento: «la sutil insinuación del Alma que presenta su importante demanda» y declara tener prerrogativas de dominio sobre el curso de los acontecimientos y las cosas.
Me alejé de la Naturaleza e indagué sobre Dios; pero esto fue también motivo de desilusión. Algunos amigos me hablaron del Creador omnipresente, conocedor de todas las necesidades, alegrías y penas de cada vida humana, sin cuya presciencia y providencia nada sucedía. Otros, más generosos, me aseguraron que Su misericordia se extendía a todos y el sol brillaba por igual para justos y pecadores. Por la época en que anhelaba comprender al Ser glorioso y digno de ser amado que tanto me atraía, conocí a Phillips Brooks. Sus sencillas y conmovedoras palabras me ayudaron a entender la verdad medular de que Dios es Amor y Su Amor es «Luz para todos los hombres».
Sin embargo, no podía asociar claramente el Amor Divino con el mundo material, y con frecuencia me perdí en oscuridades e incertidumbres. Muchas veces recorrí la senda entre la Luz inefablemente tranquilizadora y el caos y la oscuridad de la Naturaleza, que aparentemente era una realidad innegable. Un día de radiante dicha estuve a punto de percibir lo que era Dios, cuando «observé» una exquisita mariposa que acababa de salir del capullo y secaba sus alas al sol. La sentí después revolotear por encima de un grupo de gayubas, y comprendí por qué los antiguos egipcios vieron en ella un símbolo de la inmortalidad, como alguien me dijera. Quedé extasiada, y me pareció natural que tan encantadoras formas de la vida encerraran en ellas una promesa de algo más bello aún. No obstante, la eterna duda siguió taladrándome hasta el día en que un destello de intuición me descubrió una maravilla infinita. Había estado media hora sentada quietamente en la biblioteca, cuando me volví a mi maestra y le dije: «¡Qué cosa tan extraña acaba de sucederme! Todo este tiempo he estado muy lejos de aquí, y, sin embargo, no he abandonado la habitación.» «¿Qué quieres decir, Helen?—me preguntó, sorprendida—.» «Pero si he estado en Atenas.» Apenas había pronunciado estas palabras, se apoderó de mi mente una deslumbradora y asombrosa noción que la encendió en llamas. Percibí la realidad de mi alma y su absoluta independencia de las circunstancias de lugar y persona. Comprendí que sólo por ser espíritu había «visto» y sentido vívidamente un paraje situado a miles de millas de distancia. ¡ El espacio no significaba nada para el espíritu! En este nuevo conocimiento brillaba palpablemente la presencia de Dios, el Espíritu que estaba presente en todas partes al mismo tiempo, el Creador que moraba simultáneamente en todo el Universo. El hecho de que mi almita hubiera podido atravesar continentes y mares hasta llegar a Grecia—a pesar de estar hospedada en el cuerpo de una ciega y sorda que tanteaba el camino—me produjo otra oleada de regocijada emoción. Me había abierto paso a través de mis limitaciones; había encontrado ojos en el tacto; podía leer los pensamientos de los sabios, que habían sobrevivido en el curso de las edades después de la vida mortal de sus autores, y apropiármelos como parte de mí misma. Si esto era verdad, Dios, el Espíritu no circunscrito, podía revocar ilimitadamente los daños causados por la Naturaleza—accidente, dolor y destrucción—y tender la mano a sus hijos. En este caso la ceguera y la sordera no contaban realmente y debían ser relegadas al círculo exterior de mi existencia. Mi mente de niña, por supuesto, no podía abarcar este proceso en toda su totalidad, aunque me bastaba la dicha de saber que mi verdadero yo podía abandonar la biblioteca y visitar mentalmente cualquier lugar que se me antojara. De esta minúscula semilla de fe nació mi interés por los temas espirituales.
Por esa época no era muy aficionada a las narraciones bíblicas, excepto a la del dulce Nazareno. El relato de la Creación, la expulsión de Adán y Eva del Paraíso por haber gustado la fruta prohibida, el diluvio, la cólera y la venganza del Señor, me recordaban los mitos greco-romanos que había leído, y ciertamente eran muy pocos los dioses y diosas que habían ganado mi admiración. Me decepcionaba no hallar en la Biblia, que mi buena tía me mostraba como el Libro Divino, una semejanza del Ser cuyo rostro resplandecía de benignidad y belleza dentro de mi corazón. En la narración del Apocalipsis encontraba también vacíos inexplicables. No podía imaginarme una guerra entre Dios de una parte, y, de la otra, los dragones y las bestias astadas; no podía asociar el tormento eterno de los condenados al lago de fuego con el Dios que Cristo manifestaba ser todo Amor. ¿Por qué—me preguntaba a mí misma—la ciudad de Dios era descrita como una ciudad de pavimentos dorados y paredes cuajadas de piedras preciosas, cuando seguramente el cielo contenía muchas otras cosas igualmente espléndidas, como praderas, montañas, océanos y una tierra benévola que brindaba frutos y servía de reposo al caminante? El relato del Cristo consuelo de los tristes, cura para los enfermos, nueva luz para los ciegos y voz para los mudos me conmovía íntimamente, aunque me resultaba imposible adorar a la Trinidad que eran Padre, Hijo y Espíritu Santo. No podía dejar de identificarlo con la falsa idolatría que recibió tan terrible castigo en la época del Antiguo Testamento.
Estos eran los confusos y poco satisfactorios pensamientos que me inspiraba la Biblia, hasta que en mi vida apareció uno de los seres que más he amado, el señor John Hitz, quien durante mucho tiempo ocupó en Washington el puesto de cónsul general de Suiza y más tarde fue designado superintendente del Volta Bureau en la misma ciudad. El doctor Alexander Graham Bell había fundado esta oficina con el dinero procedente del Premio Volta, que le fue otorgado como recompensa por su invención del teléfono. El Volta Bureau fue establecido con el propósito de recoger y distribuir información sobre los sordos y publicar para ellos una revista que al presente se llama «The Volta Review».
Conocí al señor Hitz por primera vez en 1893, cuando yo tenía trece años, y éste fue el comienzo de una afectuosa y bella amistad, que aún atesoro como uno de los recuerdos más caros de mi existencia. Siempre se interesó profundamente por todas mis actividades: estudios, alegrías y sueños de muchacha; por mis esfuerzos como estudiante de la Universidad y por mi labor de adulta en favor de los ciegos. Fue uno de los pocos que supo apreciar plenamente a mi maestra y comprender lo que su trabajo representaba para mí y para el mundo entero. Sus cartas contenían testimonios de afecto hacia ella, comprensión de lo que mi maestra era realmente para mí: una luz en la oscuridad circundante. Además de visitarnos frecuentemente en Boston y Cambridge, cuando parábamos en Washington de paso durante la ida o el regreso de mi hogar en el Sur, hacíamos deliciosas excursiones en compañía suya.
Después que mi maestra y yo fijamos residencia en Wrentham, Mass., Hitz pasaba seis semanas con nosotras cada verano, hasta el año antes de morir. Le encantaba llevarme a caminar por las mañanas, cuando el rocío cubría aún la hierba y los árboles y el aire se alegraba con el canto de las aves. Vagábamos por los bosques y las praderas fragantes, más allá de las pintorescas murallas de piedra de Wrentham, muy cerca de la belleza y el profundo significado de la Naturaleza. Al conjuro de sus palabras, el inmenso Universo brillaba para mí en la gloria de la inmortalidad. Mientras escribo rememoro dulcemente las flores, los arroyos rientes, esos momentos de espléndida y balsámica quietud que constituían nuestra mutua delicia. Cada día contemplaba a través de sus ojos un nuevo y delicioso paisaje «envuelto en exquisito riego» de fantasía y belleza espiritual. A menudo hacíamos una pausa para que yo pudiera sentir el mecer de los árboles, el vaivén de las flores, la ondulación del trigo, y «el viento que pone vida en la naturaleza como un símbolo maravilloso del espíritu de Dios», para repetir sus palabras.
Cuando cumplí catorce años, Mr. Hitz me regaló un reloj de oro que él mismo había usado durante más de treinta años, y del cual yo no me he separado desde entonces, a no ser en una ocasión en que lo envié a Suiza para que reparasen algunas piezas gastadas. Curioso, pero cierto, este reloj no fue diseñado para un ciego, aunque el propósito general fue algo semejante. En un tiempo perteneció a un embajador alemán que debía visitar regularmente a un alto dignatario del Kaiser. Como era contrario a la etiqueta mirar la hora o prolongar excesivamente la entrevista, dio a un joyero el encargo de fabricar un reloj en el cual se pudiera «palpar» la hora con la mano metida en el bolsillo. El reloj tiene una tapa de cristal y en el dorso lleva una manecilla dorada que se conecta con el minutero y anda simultáneamente y se para al mismo tiempo que éste. Alrededor del borde, unos puntitos dorados marcan las horas. Siempre lo llevo junto a mi corazón, y su fidelidad en marcarme las horas me recuerda al amigo que tanta devoción y afecto puso en servirme. Aunque ya han pasado casi veinte años desde que se marchó de este mundo, me es grato imaginar que cada tic-tac del reloj me acerca más y más a él. ¿Quién podría ponerle precio a un tesoro que enlaza el tiempo con la eternidad? Sostuve con Hitz una prolongada correspondencia. Incluso aprendió el sistema Braille para que yo pudiera darme el gusto de leer sus largas y frecuentes cartas por mí misma. Cuando extraño el roce de su mano y las inspiradoras frases con que siempre alentó mi labor, me consuelo releyendo estas cartas que son verdadero testimonio de la afinidad espiritual que nos unió. Su pensamiento constante fue hallar la manera de simplificar los obstáculos que se oponían a mi actividad o desenvolvimiento. Como percibiera mi afán de leer—especialmente los temas de mi apasionada preferencia—, y sabiendo lo limitado del número de libros impresos en relieve que estaban entonces a mi alcance, durante ocho años dedicó parte del día a copiar lo que a su juicio pudiera gustarme leer: cuentos, biografías de grandes hombres, poesías y estudios de la Naturaleza. Cuando había terminado de leer El Cielo y el Infierno y le expresé mi deseo de conocer más sobre los escritos de Swedenborg, pacientemente compiló libros explicativos y extractos que me facilitaran su lectura, sin dejar de atender sus obligaciones como superintendente del Volta Bureau y ocuparse de su extensa correspondencia. Sus cartas aludían muchas veces a «las quietas horas de la mañana, antes del desayuno», que pasaba copiándome los libros; a «la alegría de estar en diaria comunicación con su Innigst Geliebte Tochter Helena». Numerosos amigos han hecho por mí cosas increíbles, pero ninguna de ellas iguala al incansable esfuerzo del señor Hitz por compartir conmigo la luz y el contento interior que llenaban de paz sus quietos años. Cada vez nos sentíamos más compenetrados, y sus misivas eran cada vez más frecuentes; hasta que sobrevino la dolorosa separación del ser que más he amado después de mi maestra. Regresaba a Wrentham, después de visitar a mi madre, y el señor Hitz fue como de costumbre a recibirme a la estación de Washington. Me abrazó lleno de júbilo y me contó la impaciencia con que había esperado mi regreso. Poco después, en el viaje que nos alejaba de la estación, mi amigo murió repentinamente de un ataque cardíaco. Al evocar este triste momento me parece todavía sentir la presión de su mano que estrechaba la mía, antes de fallecer. De haber estado convencida de que verdaderamente estaba muerto, no hubiera podido resistir la pérdida de tan tierno y querido amigo, pero su noble filosofía y su certeza de la otra vida me sostuvieron en la firme creencia de estar destinados a reunimos en un mundo de belleza y felicidad superiores a mis sueños. El recuerdo consolador de su personalidad poco frecuente está siempre conmigo.
Hitz era un hombre de carácter elevado y ricos dones espirituales; de corazón puro y vehemente, de candorosa fe en los otros. Siempre estaba haciendo algo encantador y amable para las demás personas, como si toda su conducta se rigiera por el mandamiento que nos ordena amar al prójimo como a nosotros mismos. A los ochenta años tenía la disposición juvenil y la capacidad de disfrute que lo situaban muy por encima del nivel común de la humanidad. Con el joven se sentía joven. Nunca me pareció viejo, y yo tampoco fui ciega o sorda para él. A pesar de tener que deletrear penosamente sobre su mano, y de que su oído era tan malo que me era preciso repetirle una frase seis veces antes de que pudiera entender mi lenguaje imperfecto, nuestro cariño vencía todas las dificultades y nuestro trato valía bien el esfuerzo que costaba mantenerlo.
En el curso de nuestras conversaciones, el señor Hitz se dio cuenta de mi ardiente afán de leer determinados tópicos en el único sistema para mí accesible. Su creciente sordera le permitía comprender la forma en que mi pensamiento deformaba el mundo de los sentidos; por eso me aconsejó ponerme en el lugar de los que oyen y ven, tratar de averiguar sus impresiones sensoriales y Jaacer que sus sentidos se identificaran mejor con los míos, a fin de poder disfrutar con mayor amplitud del mundo exterior. Como la clave que me permitiría entrar en sus vidas y darles la oportunidad de explorar en mis conocimientos, me entregó un ejemplar de El Cielo y el Infierno, de Swedenborg, en escritura braille, previniéndome que si bien no entendería todo en un principio, sería un magnífico ejercicio mental que me llenaría de gozo al proporcionarme una imagen de Dios tan digna de adoración como la que yo había concebido. Como afirmó mi amigo, en un libro difícil siempre es más fácil apreciar lo bueno que lo verdadero. «El Bien—dijo Swedenborg—es una llamita que da luz y hace al hombre ver, percibir y creer.»
Cuando comencé a leer El Cielo y el Infierno poco sospechaba la inmensa dicha que pasaría a formar parte de mi vida, como tampoco sospeché nada ese día de mi niñez en que esperaba a mi nueva maestra en los escalones del portal. Impulsada solamente por la curiosidad de una adolescente ávida de lectura, abrí el voluminoso libro y en seguida mis dedos toparon el párrafo referente a la ciega cuyas tinieblas se iluminaron con las hermosas verdades encerradas en los libros de Swedenborg. Convencida de que ellos habían impartido a su mente luz más que suficiente para compensar por la falta de luz terrena, la mujer jamás había dudado que existiera dentro del cuerpo material otro espiritual de sentidos perfectos, y que al cabo de unos cuantos años de oscuridad los ojos interiores se abrirían a un mundo infinitamente más bello, satisfactorio y completo que el perceptible a los que poseen vista. Mi corazón saltó de júbilo ante la fe que confirmaba lo que yo había percibido vívidamente; es decir, el estado de separación entre el alma y el cuerpo, entre un mundo que podía imaginar como un todo coherente, y el caos de cosas fragmentarias y de contingencias irracionales que mis limitados sentidos físicos encontraban dondequiera. Con el ímpetu de la juventud saludable y feliz me dejé arrastrar sin moderación; me sumergí totalmente en el esfuerzo de descifrar las juiciosas palabras y los profundos sentimientos del sabio sueco. A medida que notaba la identificación de aquel que yo amaba con el Dios Único, deseaba comprender más. Las palabras «amor» y «sabiduría», que parecían acariciar mis dedos en cada párrafo, fueron a partir de entonces un vehículo liberador de fuerzas desconocidas que acicateaban mi naturaleza algo indolente y me estimulaban a progresar. De cuando en cuando volvía a coger el libro, leía unas cuantas líneas sueltas, «precepto sobre precepto», y daba ojeadas esporádicas al Verbo Divino escondido tras las vaguedades de las afirmaciones literales. En esta nueva comprensión de lo que leía, mi alma parecía expandirse y ganar confianza, aun en medio de las mayores dificultades. La descripción del otro mundo me transportaba a lejanas regiones inconmensurables bañadas de belleza y maravillas sobrehumanas donde moran ángeles de vestiduras centelleantes; donde las vidas eminentes y las mentes creadoras despliegan su esplendor, incluso en las circunstancias más adversas; donde se suceden continuamente grandes eventos y poderosos combates, y la noche se enciende en día eterno por la Sonrisa de Dios. Me enardecía de entusiasmo ese ambiente del alma donde participaban hombres y mujeres de un barro más elevado, verlos pasar en majestuosa procesión. Por primera vez pude comprender la inmortalidad y representarme la tierra con nuevos perfiles llenos de significativo encanto, y la Ciudad de Dios como un sistemático tesoro de sabios pensamientos útiles y nobles influencias, no como un insulso lugar con calles de cristal y murallas de zafiro. La Biblia, que antes me confundía, se convirtió en un instrumento para descubrir preciosas verdades, por la misma razón que mi cuerpo imperfecto y tarado servía a las necesidades de mi alma.
Rehusaba, naturalmente, compartir el criterio estrecho de que los infieles a la religión cristiana están condenados al tormento eterno. Tenía presente el ejemplo de hombres notabilísimos que en tierras paganas habían vivido, y a veces muerto, por defender la verdad según la concibieron. En El Cielo y el Infierno aprendí que «Jesús» significaba Bien Divino, el Bien expresado en actos, y «Cristo» significa la Verdad Divina que envía nuevos pensamientos, nueva vida y alegría a la mente de los hombres, por lo ninguno que crea en Dios y viva rectamente podrá jamás ser condenado. Así crecí hasta hacerme mujer, y tan inexplicablemente como Conrad halló en el inglés el idioma de su preferencia, me aficioné cada vez más a las doctrinas de la Nueva Iglesia como religión. Nadie me incitó a elegirla, lo cual es uno de los tantos misterios que no puedo explicar. Sólo sé que el Verbo Divino, libre de las enmiendas y máculas de los credos inhumanos, ha sido a un tiempo el bien y el gozo de mi existencia, maravillosamente vinculado a mi creciente aprecio por la labor desempeñada por mi maestra y a mi propia responsabilidad de servicio; a los momentos de lucha, soledad o profunda alegría; a las duras realidades confrontadas valientemente; a los elevados sueños que significaban para mí algo más valioso que los señuelos del ocio y la complacencia. Las verdades divinas han sido para mis facultades lo que la luz, el color y la música son para el ojo y el oído: por ellas he podido satisfacer mi ardiente anhelo de llevar una vida sensoria más completa, a través de esta vivida conciencia del ser cabal que hay en mi interior. Cada nuevo día se presenta pleno’ de posibilidades, y su breve curso me basta para columbrar las realidades y certidumbres de mi existencia, la bienaventuranza de crecer, la gloria, de actuar, el espíritu de la belleza.