«Luz en mi oscuridad», El libro por Helen Keller acerca de Swedenborgluz_en_mi_oscuridad

~Capítulo 4~


La Biblia es un registro de los esfuerzos del hombre por hallar a Dios y aprender a vivir en armonía con sus leyes. Los teólogos se han esforzado siempre por apresar en forma permanente las momentáneas impresiones que tiene el hombre acerca de Dios, las cambiantes y fugaces apariencias de su mundo. De este proceso han surgido muchas de las contradicciones en el sentido literal de la Biblia, los conceptos equivocados sobre la naturaleza de Dios y sus propósitos. La Biblia, que narra los vacilantes comienzos del hombre y su desarrollo gradual hasta culminar en la perfección del Evangelio, es a mi entender una especie de Ilíada espiritual que abarca muchos miles de años y comprende innumerables naciones, Es un espléndido y abigarrado relato oscurecido en determinados pasajes por las prosaicas interpretaciones individuales, con densos períodos materialistas y épocas esclarecidas, en las que el rostro de Dios alumbró el mundo y hubo luz en el campo, los cielos y el agua. Y, desde luego, también en la mente del hombre. De cuando en cuando surgen en la grandiosa narración individuos que de este caos de experiencia humana pueden elevarse al pináculo de la conciencia espiritual. A medida que el género humano evoluciona y su inteligencia se desdobla lentamente, son más frecuentes los ejemplos de esta ascensión a las cumbres, que no son nunca precisamente iguales. Cada uno porta su luz, pero ésta varía considerablemente según el medio a través del cual es transmitida, y a veces resulta difícil percibir su origen divino.

Del mismo modo que las cosas de la tierra son imágenes de las realidades del otro mundo, la Biblia es una vivida representación de la vida espiritual de la humanidad. Por sus páginas desfilan los distintos personajes: legisladores, reyes y profetas. Como un arroyo montañoso, pasan en interminable procesión generaciones que alternativamente rezan, lloran, alegran las ciudades con sus regocijados cantos, cargan sus maléficos engendros mentales o graban imágenes a su propia semejanza. Unas veces caen bajo la espada, otras se lamentan de la cautividad a que la ha llevado la multitud de sus pecados, inclinan la cabeza y se someten a la voluntad de Jehová, aunque también pueden imprecar a sus enemigos. Construyen, se casan, destruyen o entonan salmos de alabanza. Inmolan, consuelan o crucifican a su Salvador.

Son inevitables las inconsistencias y vaguedades en un libro cuya preparación se continuó de una generación a otra. Sin embargo, es el archivo más valioso que posee la humanidad sobre los tanteos que ha hecho el espíritu humano. Swedenborg, quien se fijó a sí mismo la tarea de separar el oro de la ganga, es decir, el Verbo Divino de las palabras de los hombres, tenía para interpretar el sagrado simbolismo de la Biblia un don similar al de José para revelar al Faraón el significado de sus sueños, en la tierra de su cautiverio.

Los teólogos de su tiempo, impotentes ante las puertas del sagrario, formularon explicaciones oscuras y se expresaron con profusión de palabras sin sentido. En cambio, Swedenborg, con fina percepción interior, las abrió de par en par y reveló al Santo de los Santos en toda su gloria.

La Iglesia se ha desviado del sencillo e inspirado relato sobre la encarnación que adquirió el Señor para venir a la tierra a morar entre los hombres. El clero mezcló la maravillosa realidad con fantasías de su propia invención, la enredó en urdimbres metafísicas de las cuales no pudo desenmarañarse por sí misma. La hermosísima verdad de la Divina Humanidad fue desfigurada, disgregada, analizada hasta hacerla irreconocible, y ni siquiera nuestro Señor escapó a la suerte de perderse en dialectos letales. Swedenborg reunió las partes dispersas y fragmentadas, les dio forma y significado normales y estableció así «una nueva comunión con Dios en Cristo». No fue un destructor, sino un intérprete divinamente inspirado, un profeta enviado por Dios. Su propio mensaje proclama esta certeza mejor de lo que pudiéramos hacer sus seguidores, porque es imposible sustraerse a su personalidad viril. La lectura de su mensaje nos deja sobrecogidos de gratitud y delicia, porque si bien no escribió una nueva Biblia, la renovó por completo. Quien recibe a Swedenborg, entra en posesión de un gran bien espiritual.

El pensamiento constante en sus escritos es demostrar que la Biblia encierra el concepto más noble y verdadero de Dios—siempre que sepamos leerla e interpretarla sabiamente—. La mayoría de las mentes humanas contienen una cámara secreta donde almacenan las nociones teológicas, y cuyo centro es la idea de Dios. Si esta idea es falsa o cruel, lógicamente todo lo que le sigue participa de estas cualidades, porque lo más elevado es al mismo tiempo lo más interior y recóndito, la esencia misma de toda creencia y pensamiento y de todas las instituciones que de aquélla se derivan. Como un alma creadora, esta esencia forma a su propia imagen todo lo que penetra, y al descender al plano de la vida cotidiana se apodera de las verdades que están en la mente y las contamina de su crueldad y error. Semejante idea de Dios profesaban antiguamente en la India. Una elevada clase intelectual pretendía dictar la manera de vivir, basándose en el principio de que era preciso demoler todos los afectos, deberes y relaciones humanas, a fin de parecerse a Dios. Según ellos, desde el momento en que la persona quedaba completamente exenta de pasiones, sin preocupación o interés por las cosas externas, lograba la semejanza con Dios, era absorbida en el Infinito, estaba lista para el otro mundo. Aunque el anterior es un caso extremo, ilustra el tipo de creencias que resultan hostiles a la humanidad, porque establecen excelencias ficticias, fomentan sentimientos devotos y ceremonias que no tienen por objeto el bien de la humanidad, y nunca podrán ser el sustituto de una vida virtuosa y útil. Por último, enturbian la moralidad y la hacen instrumento para adorar y adular a un ser supremo, que el bueno y el sabio encuentra verdaderamente repulsivo.

Otro peligro espiritual contra el cual nos previene Swedenborg es la vaguedad de pensamiento con respecto a Dios, tan frecuente entre los doctos. Como él afirma, en medio de sus supersticiones y errores, la gente humilde piensa en Dios, el alma y la inmortalidad más sabiamente que muchos instruidos. A pesar de sus conocimientos acumulados, éstos escudriñan la creación y su propia mente, mas las encuentran vacías de verdades divinas. ¡Cuan conmovedoras son las palabras con que Jeremías sostiene al creyente que anda a ciegas! «Ya lo dijo el Señor: que el sabio no se jacte de su sabiduría, ni el poderoso de su poder, ni el rico de sus riquezas. Por el contrario, si alguien ha de jactarse, que se jacte de comprenderme y conocerme a Mí, al Señor dispensador de toda bondad, discernimiento y justicia en la tierra, porque esto constituye mi deleite.»

«La idea vaga de un Dios invisible—dice Swedenborg—no se decide por nada y acaba por desistir y perecer. La idea de Dios como espíritu es una idea hueca, si se cree que espíritu es éter o viento. En cambio la idea de Dios como Hombre es una idea justa, porque Dios es Divino Amor y Divina Sabiduría con todos los atributos que les pertenecen, y su objeto es el hombre, y no el éter o el viento.»

De nuevo leemos: «El que piensa en la Divinidad misma sin asociarla al Hombre Divino, piensa vagamente, y una idea vaga nunca llega a ser idea. También se expone al riesgo de tomar el universo visible para hacerse una idea de Dios que no tiene límites y por lo mismo termina en la oscuridad. Como esta idea es compartida por los naturalistas, cae también en la categoría de las cosas naturales, y por lo tanto deja de ser idea.»

Si se comprende bien la triple índole del ser humano, que es espíritu, intelecto y cuerpo, es fácil entender que todas las formas percibidas por el hombre pasan a su imaginación y el alma les presta significación y vida. El hombre y el universo han sido imaginados en la Mente Divina. Dios creó al hombre a su propia Imagen y Semejanza, y el hombre, por su parte, transmite a su mente, a su cuerpo y al mundo las formas mentales que llevan el sello de su individualidad completa. Todos sabemos que antes de pintar un cuadro, el artista lo ve dentro de su imaginación. De modo semejante, el espíritu proyecta las ideas dentro de sus imágenes mentales o símbolos. Reconozcamos, pues, que éste es el lenguaje universal y el único verdadero. ¿No sería más satisfactorio poder transmitir a los otros en forma visible nuestro regocijo y fe, o la visión mental que tenemos de un crepúsculo, mejor que con palabras y frases del lenguaje común?

He llorado al tocar el realzado símbolo chino que representa la dicha. Ninguna descripción literal hubiera podido conmoverme como el relieve de un hombre con la boca pegada a un arrozal. ¡Cómo se me hizo familiar el hecho de que los chinos dependen completamente del arroz que cultivan, y si los campos son inundados y las cosechas destruidas, es inevitable que mueran millones de seres humanos! Una multitud de ideas agrupadas en un símbolo adquieren una fuerza que las palabras tienden a anular. Los franceses afirman que «las palabras se emplean para ocultar las ideas», y Ruskin declara, en un elocuente pasaje de Sésamo y Lirios, que las palabras son pretextos para distraer la mente de las cuestiones reales y fijarla en las cosas externas.

Ahora la Biblia se escribe principalmente en este lenguaje universal que los primeros cristianos conocieron antes que Swedenborg, naturalmente, sin que les resultaran misteriosos «los pasajes oscuros» y «las parábolas». Mas para ellos, como para la mayoría de nosotros, muchísimos capítulos fueron completamente ininteligibles, sobre todo el Apocalipsis. La frase «en verdad eres un Dios que te ocultas, ¡oh Dios de Israel, oh Salvador!», describe exactamente las verdades escondidas en el Verbo, el Dios que Israel sólo conoció a través de la nube, la columna de fuego y la Vara de Su Mando. Lástima que cuando se dejó ver como Hombre en la tierra lo consideraron aliado del Príncipe de las tinieblas. Sus propios discípulos torcieron su propósito y discutieron quién debía ser el más grande en Su Reino. ¡Su Obra de Amor fue interpretada como un plan de conquista y gloria personal! Todo su proceder está cubierto por un velo, y sus mismas revelaciones aparecen envueltas en nubes. El Verbo que afirmó mostrárnoslo lo arropa en las limitaciones de la finita naturaleza humana, y no es de extrañar que tengamos sobre sus atributos las impresiones más contradictorias. Es infinito y eterno, pero le adjudicamos nuestras pasiones e ignorancia humanas. Aunque dijera «no hay ira en mí», «no estoy encolerizado, son ustedes mismos los que provocan su propia cólera», desata sobre la tierra la intensidad de su ira. Se presenta como un Dios implacable, y, sin embargo, tiene compasión. Recompensa a cada uno según sus obras, pero hace recaer sobre los hijos el pecado de sus padres. Esta larga serie de contradicciones aparentes impide que muchos puedan ver un orden debajo de tal cúmulo de ideas irreconciliables. Si creemos en un Dios verdaderamente digno de ser amado, es imposible imaginarlo airado, caprichoso o variable, y por desdicha estos conceptos fueron indudablemente parte de la barbarie característica de los tiempos en que se escribió la Biblia.

Es razonable la filosofía desarrollada por Swedenborg sobre la Revelación Divina. Como ocurre en la ciencia, todas las revelaciones de nuevas ideas procedentes de Dios deben ajustarse a los estados y capacidades de quienes las reciben. Swedenborg se propuso demostrar que las afirmaciones literales de las Escrituras son adaptaciones de la Verdad Divina para las mentes de los muy simples, sensuales o perversos; que dentro del sentido literal hay un sentido espiritual en conformidad con la inteligencia Superior de los ángeles, que aunque invisibles, leen también la Verdad de Dios y piensan con nosotros. En este sentido superior se encierra la plenitud de la Verdad Divina. En efecto, si un amigo tomara literalmente mis palabras, ¿qué importancia tendría lo que yo dijera? ¿No me creería loca si dijera que he visto el sol levantarse y ponerse, que la tierra es plana o que no vivo en las tinieblas? Afortunadamente, mis amigos escuchan solamente el significado de estas afirmaciones, no las palabras o las apariencias que les sirven de expresión.

Swedenborg emplea un proceso similar para descubrir el significado interior del Verbo. Dios aparece mezquino y desprovisto de dignidad al hombre torpe o malo que lee sobre Su ira cotidiana hacia los malvados. En cambio, para el hombre de claras luces y gran corazón esto es solamente una apariencia; ve proyectada en El nuestra propia ira contra los otros y el castigo que en el fondo creemos haber merecido. Hay, desde luego, la ira del justo, que se aplaca en un instante y que debe entenderse como amor que depura. Dios ha dicho repetidamente a Su rebaño que El es incapaz de severidad siquiera, y a medida que nos compenetramos con el Verbo y desgarramos todos sus velos, le hallamos una fidelidad mayor a Su naturaleza. Dios no creó al hombre para luego traicionarlo y expulsarlo del Paraíso. No enseñó leyes para después quebrantarlas y echarles la culpa a Sus criaturas. El advierte, pero no arroja a nadie al infierno, ni lo abandona. Es el hombre quien obliga a Dios a expresar mandamientos en un lenguaje comprensible, del cual pueda derivarse acción. Swinburne sintió inconscientemente Su Presencia cuando escribió:

¡Oh mis hijos, tan obedientes a otros dioses extraños…! ¿No era bastante mi hermosura…? ¿Era tan dura la libertad? Piensa que estoy en ti y tú en mí… Busca y verás.

Es increíble el maltrato y abuso de que diariamente hacemos culpables a los cielos y a la deidad más bella y paciente que pueda concebirse. Convengamos de una vez por todas en que El no se oculta de nosotros. Es el lenguaje del egoísmo, deliberadamente maligno, el que nos lo esconde.

Para poder leer coherentemente los símbolos del Verbo, es preciso tener una idea muy clara y precisa de la naturaleza de Dios. De acuerdo con esta teoría, el sentido espiritual trata exclusivamente del alma, de sus pruebas, cambios y renovaciones. No se refiere a tiempos, lugares ni personas. Las montañas y ríos, corderos y palomas, truenos y relámpagos, ciudades de oro, piedras preciosas y árboles de la vida con sus hojas curativas, son símbolos exactos de determinados principios espirituales. Los afectos y las ideas aparecen también en sentido figurado, y sus usos con respecto al alma son iguales a los usos que tienen en el cuerpo sus símbolos naturales. Swedenborg empleó durante veintisiete años esta regla de interpretación, sin cambiar o enmendar jamás ninguna de las afirmaciones encerradas en su primer libro sobre Las Escrituras. A través de toda la Biblia asigna a cada objeto natural el mismo equivalente espiritual, y los significados encajan perfectamente siempre que se aplican. Como he ensayado esta clave, sé por experiencia que funciona. Estas analogías entre las formas de la naturaleza y las del espíritu es lo que Swedenborg llama la Ley de las Correspondencias. La Biblia es el Poema del Mundo y la declaración finita de Dios a los hombres.

Las obras de Swedenborg, especialmente Arcanos Celestes, confirman en gran parte el punto de vista de Ingersoll y otros críticos de la Biblia, que hallaron poco dignas de crédito las afirmaciones literales contenidas en el gran libro, si bien el tiempo ha demostrado lo erróneo de las conclusiones a que llegaron sobre su valor desde un punto de vista diferente. He tenido amplia oportunidad de comprobar a la luz de la ciencia moderna el defectuoso sentido de la letra, lo inconcebible de algunos relatos bíblicos, la repetida ausencia de armonía externa. Asimismo, he indagado en lo profundo de ese significado que no podemos leer en las palabras sino por medio de símbolos de sentido constante dondequiera que ellos aparecen. En el salmo 78 encontramos un ejemplo muy descriptivo :

«Mi boca se abrirá en parábolas. Proferiré antiguos proverbios oscuros que antaño oímos y aprendimos, porque de ellos nos hablaron nuestros padres.» El salmo prosigue con un resumen de las experiencias de los israelitas en Egipto, de su peregrinación a Canaán. Aunque el relato es rigurosamente histórico, el pasaje está contado como parábola, a fin de que solamente los iniciados puedan comprenderlo del todo. ¡Qué parábola tan profunda…, con qué fidelidad describe nuestro éxodo del materialismo y la ignorancia, nuestro lento y difícil progreso hacia una vida más feliz representada por las hermosas y fértiles tierras de Canaán! Sirva lo anterior para ilustrar cómo Swedenborg en todo momento consideró la Biblia un vehículo de la Verdad Divina. También es interesante recordar que en el año de 1753 Astruc hizo su famoso hallazgo de varios documentos del Pentateuco—y por la misma época Swedenborg publicaba anónimamente en Londres sus Arcanos explicativos del Génesis y el Éxodo—. Swedenborg sustentaba que las Escrituras nada tenían que ver con la creación física o con un diluvio en el sentido literal de la frase, como tampoco aceptaba que los primeros once capítulos del Génesis se refiriesen a determinados individuos llamados Adán y Noé. Lo que atrajo su atención fue una fase completamente diferente de este tema. El estudio de la lengua hebrea, y sus percepciones mentales, le permitieron comprender que los primeros capítulos narraban en estilo parabólico antiguo la vida espiritual de la raza humana, desde sus comienzos hasta la era de los judíos. Como él mismo señalara, el capítulo inicial describía los estados evolutivos mediante los cuales la mente del hombre, al principio oscura y caótica, se desarrolló hasta alcanzar el Edén de la sencilla verdad y dicha. Esta época duró hasta que el egoísmo hizo sentir su dominio y el hombre perdió gradualmente la inocencia de la niñez. Por fin las ideas erróneas inundaron el mundo, y una raza de hombres juiciosos, simbolizados por Noé en el Arca, empezaron una nueva edad. La inteligencia avanzó rápidamente. La voz del alma pura fue sustituida por la disciplina de la conciencia. El símbolo no fue más un jardín, sino una viña. La humanidad creció como ambicioso joven y erigió los grandes imperios del Oriente, cuyos testimonios históricos vamos recuperando año tras año. La civilización de ese período fue muy extensa, mas con el tiempo declinó. Aparecieron el politeísmo y la idolatría, la guerra y la violencia amenazaron la destrucción de las obras humanas, y fue necesario establecer una nueva condonación divina. Este fue el comienzo de la iglesia judía, que mantuvo vivo el monoteísmo hasta que en la plenitud de los tiempos alboreó el cristianismo. La primitiva iglesia o civilización cristiana fue esencialmente una continuación de la mosaica, con sus crudos expedientes, sus cirios y antorchas vacilantes, símbolos de la fe profesada por una sociedad turbulenta. Por eso veneraron supersticiosamente las imágenes sensorias, los hermosos grabados del ritual y el cetro de la autoridad; todo, en fin, lo que estaba al margen del Verbo. Pero el significado Divino quedó por descifrar. Así llegamos a la contumaz edad viril del mundo, cuyos violentos estallidos, fracasos y etapas de descontento continuamos sintiendo. Afortunadamente brilla al presente sobre la humanidad el arco voltaico de una fe más esclarecida, y paso a paso se crea un hombre nuevo, aunque todavía esté por venir en los corazones y en el mundo circundante el Domingo de Paz que hará desaparecer en las sombras el reino de los instintos egoístas y ciegos. La Biblia es descrita como una inmensa y gloriosa parábola sobre lecciones para la vida en todas sus fases—la inocencia primera, la desobediencia juvenil, su conversión salvadora y sus incalculables posibilidades de servicio y goce—. Este círculo cerrado va de un paraíso a otro, y es «el círculo de la tierra sobre el cual se sentó el Señor para siempre». El lenguaje limitado y las imperfectas expresiones del pensamiento de otros días son apenas las representaciones esquemáticas de este mensaje divino: Dios está siempre con nosotros para darnos nuevos y más altos dones y capacidades. Como indicó Swedenborg, la crítica de la Biblia, hecha con un criterio elevado, no le quita un ápice de su significado esencial. Por el contrario, enmienda las erradas opiniones de los primeros escritores judíos.

En esta perspectiva no se contradicen los datos acumulados por la arqueología, la geología y la filología. La Biblia se alza a un mayor plano de elevación y se reviste de santidad. Verdaderamente el antiguo concepto era a todas luces indigno del Inmenso Dios de todas las almas. Al asumir que Dios no se había expresado hasta Sinaí dejaba entrever que El no había dejado sitio a la ciencia para poder trabajar en concierto con la fe. Sus instrucciones a la raza habían pasado a Moisés a través de un exclusivo y estrecho rayo

de luz. Sus providencias habían sido más bien crueles negligencias. Todas las naciones, excepto Israel, habían sido excomulgadas, y millones de seres humanos eran candidatos al infierno. Pero entonces intercedió Su Amado Hijo y se ofreció en sacrificio sobre la Cruz para salvar a una humanidad, que de otro modo hubiera sido condenada. En una palabra, el Padre fue aplacado, aunque anuló la sentencia solamente en favor de aquellos por quienes Su Hijo había intercedido. El primer poderoso enemigo contra el cual arremetió Swedenborg fue precisamente este arraigado criterio constantemente enseñado en las escuelas y proclamado con extremo fervor y elocuencia. Su sombra gigantesca se abatía fatídicamente sobre la cuna del niño, la prisión y el lecho de muerte; sobre los actos y refranes comunes de la vida cotidiana. No es de extrañar que surgieran por todas partes los escépticos y ateos. La fe en el Señor y en Su Verbo parecía exigir la supresión de la ciencia, la filosofía y todos los sentimientos generosos.

Armado con una flamante visión que trajo nueva esperanza y aprecio por la Biblia, Swedenborg se enfrentó con el gigante. Su Dios fue el Dios de todas las naciones y épocas, infinitamente paciente y abnegado, guardián del mundo, y que en los orígenes guió al hombre-niño según la misma ley de crecimiento espontáneo por la que El crea un hermoso árbol. Luego El lo instruyó sucesivamente con las parábolas del Edén, el diluvio, la viña, la torre de Babel y los libros de Moisés y los profetas. Las representaciones de la geología y otras ciencias fueron empleadas con el fin de simbolizar la regeneración del hombre. Todos los pueblos han tenido siempre sus códigos de justicia, y es un hecho comprobado que el Código Hammurabi equivale al Amrafel del Génesis. El Decálogo se presentó en Sinaí de una manera especial para dar idea anticipada de las leyes espirituales que la sabiduría y la ciencia habrían de revelar en el transcurso de los siglos. Cuando recordamos vividamente los cuadros de la vida real, es más fácil imaginar otros más bellos aún y convertirlos en palpable realidad. Cada vez que los judíos desconfiaron de los hombres, recibieron un reproche categórico en el ejemplo de otros pueblos que no tuvieron el Verbo escrito, mas llevaron la verdad inscripta como en letras de oro en sus sabias y nobles mentes. Swedenborg menciona paganos de su época cuya sinceridad y rectitud debía llenar de bochorno a la cristiandad. Al presente los paganos luchan con decisión y valor por la causa de la fraternidad humana, mientras los cristianos inventamos medios cada vez más efectivos para destruirnos recíprocamente en la próxima guerra. Por fortuna, aunque se derrumben el gastado cielo y tierra del literalismo, el Verbo del Señor permanecerá incólume por toda la eternidad.

Las enseñanzas de Swedenborg dan a entender que la evolución es el método Divino empleado por Dios en la creación, aunque también indican que ésta no se realiza sin un «envolvimiento» previo. Dios, que es la Vida misma o Alma, no puede evitar darle forma de alma a cuanto procede de Su Mano, y cada alma se apodera de la materia y la moldea según la imagen de algo que Dios ha pensado. Platón estuvo acertado al manifestar que ninguna cosa puede surgir de la nada, y que la inteligencia no puede desarrollarse de la materia, porque ambas están en diferentes planos de existencia. El hombre ha sido inmortal desde el principio, a pesar de haber evolucionado de una forma inferior a una superior y no haber empezado a disfrutar de sus más altas capacidades hasta que se volvió consciente del alma que había en su interior. Swedenborg implica asimismo que no obstante su considerable progreso material, el hombre descendió, por así decirlo, desde su sencillez e inocencia de niño, y ahora retorna por largos y empinados caminos a las grandes alturas donde se encuentra Dios, que «es el punto de reunión de todas las almas».

Con anterioridad a la época en que Swedenborg fue elevado a los cielos y describió lo que allí encontró, para la mayor parte de los cristianos la vida futura encerraba inmensos terrores, al extremo de no saber si era la vida o la muerte la que brindaba al hombre mayores oportunidades, ni si la muerte significaba el fin de la vida o el comienzo de otra. Ahora abrigamos pocas dudas de que la existencia más importante y noble está más allá de la tumba. Antaño resultaba intolerable ver morir un tierno niño en los brazos de su madre, pero hoy estamos convencidos de la dulce y apacible infancia que le aguarda en las luminosas mansiones celestes, donde los ángeles le enseñarán a hablar, a pensar creativamente, a llevar a cabo las labores para las que está mejor capacitado, a crecer en belleza y realizar aventuras y hazañas infinitamente más portentosas que las que le esperaban en la tierra.

Por cada amor imposible que aquí nos haya hecho sufrir, en el otro mundo disfrutaremos una felicidad centuplicada. En lo íntimo de nuestra conciencia, el cielo y los infiernos se han convertido en hechos irrebatibles, de los cuales tenemos la certeza intuitiva, no la vacilante noción que es producto de razones o de argumentos optativos. Este conocimiento directo, emanado de la vida, es el que les imparte realidad. El testimonio viviente de Swedenborg proyectará una luz tenue, pero siempre creciente, en la oscura región de la experiencia anímica, y con la temeridad que da el perseguir una meta inmortal, redoblará nuestro esfuerzo a ciegas.

Aparentemente es signo de agudeza criticar la necedad de quienes creen en el otro mundo, pero los hombres que han tratado de vivir sin esta creencia han terminado en trágico fracaso. Son contados los que hallan la solución, pero ya fue revelado a Swedenborg que «las verdades derivadas del bien ejercen una fuerza irresistible». Si permitiéramos al Señor inspirarnos con Su Divina Verdad, recibiríamos mentalmente la fuerza de un Sansón; seríamos capaces de levantar el peso muerto que impide a la gran mayoría de la raza humana entrar en el camino de sus espléndidas posibilidades de desarrollo. ¿No es significativo que Emerson, a tan considerable distancia de Swedenborg en muchos aspectos, fuera autor de las siguientes frases?: «La debilidad de la voluntad comienza cuando el individuo quisiera ser algo por sí mismo, y la ceguera del intelecto cuando éste quisiera ser una creación de sí mismo.» Lo único que salvará al mundo será dejar que la Voluntad Divina se manifieste a través de nosotros.

He aquí el genuino significado del mensaje que trajo Swedenborg «desde las colinas de donde viene la ayuda», y que más bien da énfasis a las responsabilidades que impone la inmortalidad y no a la inmortalidad misma. A su parecer, esa extraordinaria comunicación que él tuvo con los ángeles no fue un fin por sí misma, sino el medio de abrir su inteligencia para poder interpretar correctamente el Verbo Divino y hacer de este conocimiento un legado común a la humanidad.

Es menester entender claramente que aunque permitida, no debemos estimular o cultivar la posible comunicación con los espíritus de los ya fallecidos. Los profetas, apóstoles y videntes que vienen a despertar el dormido corazón del hombre, pueden estar en asociación consciente con los ángeles y los demonios, porque el Señor supervisa la labor y no hay riesgo de confusión. Sin embargo, como regla general, esta comunicación expone al hombre al grave peligro de que los espíritus burlones, que conocen las debilidades de cada cual, lo predispongan fácilmente y lo usen para sus fines egoístas.

Swedenborg propugna que todo ser humano tiene por lo menos dos ángeles del cielo y dos espíritus maléficos procedentes del infierno que lo atienden, si bien nuestra paz mental y orden de vida depende de que ignoremos la existencia de estos aliados y enemigos invisibles. John Wesley expresó muy acertadamente «que ya tenemos todo lo que necesitamos saber en esas revelaciones. El resto consiste en seguir al Señor solamente y confiar en su protección y guía».

Nuestro Señor Jesucristo es mencionado en la oración que da comienzo y fin a las Revelaciones, como la figura central del libro y el Jesús del Nuevo Testamento. Las Revelaciones, secuela de los Evangelios, narran la obra que realizó el Señor en la tierra, su Crucifixión y Resurrección. El Apocalipsis relata su continuada labor con el poder de su Humanidad Glorificada, para ser la Suprema Inspiración y Ejemplo. Por eso El dijo en los Evangelios: «Piensa que estoy contigo siempre, hasta el final del mundo», y aludió repetidas veces al consuelo y la instrucción que aún estaba por traer a los hombres.

¿Qué se hizo de su promesa, realmente? Porque si exceptuamos la llegada del Espíritu Santo en el Día de Pentecostés, la sabiduría de maestros y el valor y alegría que sintieron los discípulos por corto tiempo, la Promesa parece haber sido olvidada por completo.

No para Swedenborg, quien demuestra que las Revelaciones admiten y predicen el cumplimiento de la Promesa—en sus muchos símbolos que dan a entender el carácter del Señor resucitado y las bendiciones que emanan de su Presencia—. Las Revelaciones aconsejan lo que hemos de hacer a fin de aconsejar prepararnos mentalmente para recibir a El. Describen, asimismo, los ideales de la vida cristiana, que brillan como tantas otras diademas alrededor de su gloriosa presencia, y que los apóstoles apenas lograron bosquejar. Este libro expone también las creencias inhumanas y las perversiones que debemos combatir en la vida antes de que estos ideales cristianos se vuelvan parte de nosotros mismos, siendo los principales obstáculos que encuentra la verdadera cristiandad la fe sin caridad, el afán de dominar mediante ritos, supersticiones y terror. Las bestias que salen del mar y el abismo sin fondo simbolizan monstruosidades como la predestinación, la servidumbre intelectual y la idea de la Trinidad como Tres Personas, todo lo cual, como dirían los in-dúes, ha dividido la mente del hombre y le ha impedido seguir un solo derrotero. Estas ideas destruyen el poder de concentración espiritual, engendran emociones encontradas, desgarran la trama de la ética y ahuyentan a los que tienen una filosofía basada en la Unidad de Dios. El dragón de las Revelaciones es el esfuerzo que hacen los poco escrupulosos por traer a razonamientos la Divinidad del Señor y discutir hasta qué punto es preciso observar sus mandamientos. Babilonia es el orgullo y la presunción que nos impide reconocer a Dios y vivir de acuerdo con su Verdad. Muchos de los capítulos del Apocalipsis se refieren al juicio que tiene lugar en el mundo de los espíritus cuando se abren los sellos, suenan las trompetas y salen a relucir el oscurantismo y la hipocresía de una iglesia decadente. El Señor se mueve por todas sus escenas con su Divina Humanidad. La fuerza de su Amor, la pureza de su Visión y el ardor de su Providencia, representados todos por un círculo dorado alrededor de su pecho. Su cabeza como la nieve y sus ojos como llamas, y el rostro, brillante como el sol en el cénit. Su voz, susurro de muchos arroyuelos, significa la afluencia de nuevos pensamientos y creencias más elevadas a los sistemas de la tierra. Las Revelaciones explican claramente por qué su Presencia escasamente fue notada cuando anduvo en este mundo y lo vieron ojos mortales, y por qué hemos recibido tan pobre consuelo de su Espíritu. El dominio y la opresión nos lo han arrebatado, por así decirlo. La Iglesia tradicional limitó férreamente la educación, y consecuentemente el pensamiento humano ha tardado mucho tiempo en evolucionar y prepararse para recibir su nuevo mensaje.

Tras las escenas del Juicio, el Señor vuelve a alegrar el cielo y la tierra con su sonrisa, mientras desciende la Nueva Jerusalén, que no es otra cosa sino la nueva dispensación divina. Por eso leemos que «el tabernáculo de Dios está en los hombres», y «allí no vi templos, porque el Señor y Dios Todopoderoso, que además es el Cordero, son el templo». La propia naturaleza humana del Señor es «el tabernáculo de Dios con los hombres», el Templo de su Presencia.

Swedenborg atribuye a la Ciudad Santa una dimensión plena, generosa, la medida de la perfecta naturaleza humana que el Señor tomó en este mundo. Para los que verdaderamente unen sus vidas a la de El, las aguas que fluyen del trono de Dios son las abundantes y refrescantes verdades que proceden de su Verbo, porque el reconocimiento de la Divina Humanidad del Señor es la sabiduría que abre las inagotables fuentes de verdad contenidas en las parábolas, los salmos y las profecías del Viejo Testamento, en los Evangelios, y, especialmente, en las Revelaciones, el libro que por tanto tiempo ha estado sellado.

Cuando se entiende rectamente, ¡qué sublime belleza adquiere la imagen de los siete candelabros entre los cuales uno se alza en el frontispicio de las Revelaciones, a semejanza del Hijo del Hombre, y bajo el toque inspirado del genio de Swedenborg crece en esplendor y riqueza hasta culminar en la visión de la Ciudad con el río de la vida y los árboles de hojas curativas cuyos beneficios se extienden a todas las naciones! ¡Su luz de sol es la propia presencia del Señor, que jamás volverá a ser escondida a sus criaturas!

Para quienes ven «al Hijo del Hombre que viene entre las nubes celestes con gran poder y gloria», los volúmenes de Swedenborg que explican el Apocalipsis son el cumplimiento de esta antiquísima profecía. ¿Acaso «ver» no es «comprender»? «Las nubes celestes» representan la letra del Verbo, y «El Hijo del Hombre» es el Señor que viene en el poder y la gloria del Sentido Espiritual que brilla a través de la letra. Por algo encima de la Cruz se colocó la inscripción «Jesús, Rey de los Judíos» en hebreo, griego y latín, como si anunciara la época en que el Señor colmaría con su apariencia las almas anhelantes al revelar el sentido oculto del Antiguo Verbo hebreo, del Nuevo Testamento griego—en griego—, y dar el Sentido

Espiritual en latín. Swedenborg, que escribió en este último idioma, guiado por el Señor, tradujo los símbolos bíblicos en principios de la vida práctica capaces de proporcionar servicio y dicha a la humanidad. Ni siquiera firmó muchas de sus obras, y su nombre de escritor fue «Siervo de Nuestro Señor Jesucristo». Además, anticipó lo siguiente:

«Sé que muchos negarán la posibilidad de hablar con ángeles y espíritus mientras se vive en el cuerpo. Otros dirán que es una fantasía, y no pocos afirmarán que digo todo esto para ganar honores. En fin, mucho se comentará al respecto, que me dejará imperturbable, porque he visto, oído y palpado.»

He leído con asombro que los investigadores de la vida psíquica, como sir Oliver Lodge, apenas han mencionado los amplios trabajos de Swedenborg sobre este mismo tema. Sir Oliver publicó la serie de entrevistas que tuvo con Raymond, el hijo «muerto», quien le contó que los habitantes de la eternidad hacen el trabajo que más les gusta y viven en la compañía que prefieren, siendo, por añadidura, alimentados y vestidos. Esta información escasa y fragmentaria, resultado de innumerables sesiones espiritistas, en nada se parece a las conversaciones que tuvo Swedenborg frente a frente con ángeles y espíritus, y ciertamente indica ausencia total de esa serenidad sobrehumana con que el vidente sueco presenció una multitud de acontecimientos racionales y verdades visibles, resplandecientes como diamantes. Swedenborg vio la memoria osificada, oyó quejarse a los espíritus malvados, que al mirar el cielo sólo notan espesa oscuridad. Supo que los ángeles se asfixian en una atmósfera a la que sus pensamientos no les hayan previamente elevado, y contempló los deliciosos frutos de la caridad que nutren el alma y el cuerpo.

Si pensamos en el regocijo que estos descriptivos detalles del Mundo Invisible proporcionarían a quienes han visto partir a sus seres queridos, es evidente que poseemos la sagrada responsabilidad de calmar la duda de sus corazones. ¡Cómo se alegrarían de saber que hace ciento ochenta años un científico de alta preparación se convirtió en vidente contra todos sus planes, e incluso contra los deseos de su progenitora, y, desinteresadamente, dio a la humanidad veintisiete sólidos tomos en octavo repletos de información concerniente a sus positivos contactos con el Universo espiritual! Swedenborg, que mantuvo resueltamente sus principios, se desprendió de sus bienes materiales y vivió a partir de entonces con gran sencillez. El mismo hizo, por cuenta propia, imprimir sus libros, que luego distribuyó gratuitamente en forma humilde, pero digna. De temperamento apacible y extremadamente moderado en el pensar y el hablar, nunca pareció dominado por las pasiones e impulsos, ni siquiera conmovido por emociones de índole sobrenatural. Jamás abandonó sus hábitos inductivos de pensamiento o negó las realidades sensitivas y escarneció las pequeñas alegrías de sus semejantes. Por absorto que estuviera en su grave misión allá en las alturas, siempre respondió solícitamente a cuantos le pidieron ayuda o simpatía en los problemas prácticos de la vida cotidiana. Cuando, en su lecho de muerte, le preguntaron si todo lo que había escrito era la estricta verdad, respondió con firme entusiasmo: «Sólo he escrito la verdad, como podrán confirmar de ahora en adelante en cada día de su existencia si se mantienen unidos al Señor y lo sirven fielmente como el único Dios, rechazan el mal de toda índole como pecado contra El e investigan diligentemente su Verbo Divino, que del principio al fin confirma sin lugar a dudas la veracidad de las doctrinas que he comunicado al mundo.»