«Luz en mi oscuridad», El libro por Helen Keller acerca de Swedenborgluz_en_mi_oscuridad

~Capítulo 8~


HUBO épocas en que la desgracia era considerada un castigo de Dios, una carga que era preciso llevar pasiva y piadosamente. La única ayuda posible a las víctimas del infortunio consistía en albergarlas y luego dejarlas a su antojo para que meditasen y viviesen lo mejor posible en el valle de las sombras. Ahora, felizmente, comprendemos que la vida retirada y sin aspiraciones debilita el espíritu; que así como en el cuerpo los músculos tienen que ser usados o de lo contrario se atrofian, si no nos ingeniamos para salir de nuestra debilitada experiencia y emplear la memoria, tanto como la comprensión y la simpatía que tenemos en común con todo el mundo, estas facultades se vuelven inactivas. Nuestras más altas posibilidades se realizan en la lucha contra las propias limitaciones y contra las tentaciones y fracasos terrenales, en el curso de lo que Swedenborg llama renunciar al mundo y adorar a Dios.

Enfermos o con buena salud, ciegos o videntes, esclavos o libres, estamos aquí para un propósito. Desde nuestra posición particular, mejor complacemos a Dios con acciones útiles que con numerosos rezos o piadosa resignación. El templo o la iglesia está vacío si no lo llena el bien de la vida. Es la valiente luz del alma la que le presta dimensión, no las paredes de piedra. El altar es santo cuando verdaderamente representa el ara de nuestro corazón sobre el cual ofrendamos los únicos sacrificios que Dios nos ha pedido siempre: el amor, que es más fuerte que el odio, y la fe, que disipa la duda.

Para resolver nuestros problemas y allanar las diferencias que resultan del carácter e idiosincrasia personales, confiemos en nuestra inmortalidad y abriguemos la sencilla e ingenua creencia en un Divino Amigo «que nunca duerme», que está ansioso de cuidarnos y guiarnos apenas le dejemos hacer. Cuando este pensamiento domine firmemente nuestro íntimo yo, sin límites para la imaginación, podremos hacer casi todo cuanto nos propongamos y poseer del Universo tanta belleza como podamos abarcar. Por cada herida recibida hallaremos la recompensa de tierna simpatía. Del dolor nacen las violetas de la paciencia y la dulzura, la visión del Fuego Sagrado que tocó los labios de Isaías y encendió su vida en una llamarada de espíritu, el contento que viene con la estrella vespertina. La fabulosa riqueza de la experiencia humana perdería mucho de su gratificadora dicha si no existieran limitaciones que vencer. La hora de alcanzar la cima no sería tan maravillosa si no hubiera oscuros valles que atravesar.

Jamás he creído que mis limitaciones eran en modo algunos castigos o accidentes, porque en ese caso no hubiera tenido la energía de vencerlas. Siempre me ha parecido hallar un sentido especial en las palabras de la Epístola de Pablo a los Hebreos, que dice: «Cuando Dios nos castiga, lo hace como a hijos.» Esta opinión me la confirma Swedenborg, quien define la palabra «corrección» o disciplina como instrucción y refinamiento del alma, no como castigo.

Su obra La Verdadera Religión Cristiana estimula abundantemente la fe en los poderes que nos ha dado Dios y en la actividad de que somos capaces por nosotros mismos. Los capítulos «Fe» y «Libre Albedrío» afirman poderosamente que no debemos nunca rendirnos pasivamente a los infortunios o las circunstancias, incluso a nuestras faltas. No debemos esperar, con las manos caídas y en actitud de inmóvil imagen tallada, la Gracia de Dios que nos anime a la acción. Lejos de dar cuartel a la esclavitud espiritual, es menester tomar la iniciativa y avanzar sin temor en la investigación de nuevos derroteros, tanto como practicar los medios de desarrollar la fuerza de voluntad. Dios nos proporcionará, por añadidura, suficiente luz y amor para bastar a nuestras necesidades.

Las limitaciones de todas clases son formas de disciplina que estimulan el desarrollo propio y la verdadera libertad. Son instrumentos que nos ponen a la mano para desbastar el pedernal y la piedra que ocultan nuestros dones más altos. Una vez que se desgarra la venda de indiferencia que nos impide ver, comprendemos la carga que otros llevan, nos sometemos a los dictados de la compasión y ayudamos cuanto podemos.

El hombre que acaba de perder la vista es un ejemplo concreto de ese entrenamiento que es la vida. Al principio piensa que ya no le espera sino dolor y desesperación, se siente aislado de todo lo humano, y la vida para él es un montón de cenizas en el hogar apagado. No arde en su interior el fuego de la ambición ni la luz de la esperanza. Los objetos que antes eran su delicia, parecen hincarlo ásperamente cuando a tientas busca su camino, y hasta quienes lo aman se comportan en forma que para él resulta irritante. Su mayor enfado proviene de su incapacidad para seguir siendo el sostén de su familia. Por fortuna, casi siempre aparece un maestro o amigo que le inculca confianza para trabajar con sus manos y entrena su oído supremamente, a fin de que este sentido pueda reemplazar el de la vista. El ciego desconfía a menudo de estas voces de aliento, que en su desesperación interpreta como burla, y, como aquel en peligro de ahogarse, golpea torpemente la mano que trata de salvarlo. El paciente deberá ser constantemente aguijoneado para seguir avanzando, a pesar de su desaliento. Cuando comprende que por su propio esfuerzo puede comunicarse otra vez con el mundo y cumplir las tareas propias de un hombre, dentro de él se desarrollará otro ser cuya existencia nunca había sospechado. Si su inteligencia se lo permite, descubrirá por fin que la dicha nada tiene que ver con las circunstancias exteriores, y esta certidumbre le hará recorrer su oscura senda con una voluntad más firme que la mostrada cuando veía.

Por igual razón, los que han estado mentalmente cegados por «el horno graduado que es el mundo», pueden y deben ser instigados a investigar nuevas capacidades interiores que les abran inexploradas vías de felicidad. Es de esperar que se muestren resentidos por esta fe que espera de ellos cosas más nobles y declaren conformarse con ser tomados tal cual son: lerdos, malvados, endurecidos o egoístas. Asentir a esto es una afrenta a tales individuos y a la eterna dignidad del hombre. Detengámonos a pensar que quizá hay en nosotros mucho más de lo que nuestros amigos sospechan: más emociones, capacidades y hombría de las que nos atreveríamos o nos gustaría exponer. ¡ Con frecuencia no nos conocemos a nosotros mismos hasta que las contrariedades y tentaciones de variada índole abren el ser interior, disipan la ignorancia, desgarran los disfraces, tiran los viejos ídolos y destruyen las falsas normas! Sólo por este rudo despertar podemos ser conducidos a regiones despejadas, donde no existe la importuna insistencia de lo Externo y logramos descubrir nuevos poderes apreciativos del bien, la belleza y la verdad.

Las propias palabras del Señor interpretan magistralmente esta experiencia. «En verdad te digo que quien reciba al que Yo envíe, a Mí recibirá.» Admitamos resueltamente que el Reino del Amor y la Sabiduría están presentes en quienes saben superar sus limitaciones y conquistar ideales más elevados; que la verdadera senda de crecimiento consiste en aspirar por encima de nuestro reducido ser, desear con sublime afán todo lo grande y esforzarnos por alcanzarlo. Crecemos a medida que tenemos una conciencia más aguda del profundo sentido que tiene la vida exterior en la cual hemos vivido siempre.

Los ojos se desarrollan cuando aprendemos a ver en los objetos particulares un número de detalles considerablemente mayor. Para la vista física del hombre la tierra aparece plana y las estrellas brillan, como era en los tiempos más remotos. Sin embargo, ¡la ciencia ha descubierto en estos fenómenos infinitas e insospechadas maravillas y glorias! El niño ve a su alrededor solamente lo que quiere ver, mas cuando un Newton percibe en la caída de la manzana la manifestación de una fuerza universal de la Naturaleza, ha visto más allá de la visión ordinaria. Lo mismo sucede con el espíritu. Crecemos en el grado que discernimos las posibilidades de vida encerradas en nuestros contactos diarios. Si olvidamos o ignoramos este hecho vital, los sentidos nos guían por caminos extraviados. Los obstáculos son indispensables para ponernos a la vista la grandeza de la vida interna que flota como una promesa en las circunstancias cotidianas, para que aprovechemos las oportunidades que nos ha dado Dios.

El constante servicio de Swedenborg estriba en proporcionarnos esta clase de pensamientos, esta interpretación de las limitaciones y acontecimientos, como pretextos que nos obligan a elegir, porque elegir es crear. Es decisión nuestra permitir que las tribulaciones nos destruyan o se conviertan en renovadas fuerzas del bien, como lo es también el seguir la corriente general de opiniones o consultar el alma interior y perseguir valientemente la verdad. Desde el medio exterior es imposible afirmar si las experiencias que encontramos son o no bendiciones, porque según lo que pongamos en ellas serán vasos de cicuta o manantial de vida. Más bien que elegir entre lo que podemos y no podemos hacer, la cuestión está en elegir entre principios a seguir aun en medio de las mayores decepciones e impedimentos. La tierra no se hizo para ser un completo lugar de delicias ni tampoco para ser la morada de la ira. Así como del suelo nacen abrojos y las rosas tienen espinas, ¿por qué la vida del hombre habría de estar libre de rigores? Lejos de ser algo anómalo y cruel, esto es expresión del impulso de Dios, que nos impele a engrandecer nuestras vidas y mantenernos fuertes para realizar ese otro destino más alto que no tiene cumplimiento dentro de los límites terrenos. El desarrollo y la dicha son el premio a esta lucha por trascender nuestro ser. Aceptamos nuestras limitaciones individuales, ya semejanza de Aquél, que por convertirse en influencia luminosa e inspiradora llevó sobre sus frágiles hombros humanos la cruz del mundo, comuniquemos pensamientos y anhelos de vida a los débiles, a los susceptibles a la tentación, a los desanimados y tristes… Aunque no estoy segura de si poseo sentido místico, mi percepción es esa facultad que permite a los invidentes conocer los objetos distantes y les da la ilusión de que incluso las estrellas lejanas están frente a su puerta. Por medio de este sentido me relaciono con el mundo espiritual y analizo la limitada experiencia que he logrado adquirir a través del imperfecto mundo del tacto, experiencia que mi mente espiritualiza. Este mismo sentido descubre a mi humanidad lo que es Divino y forma un vínculo entre la tierra y el más allá, entre el presente y la eternidad, entre Dios y el hombre. Es especulativo, intuitivo, reminiscente.

Aparte del mundo físico objetivo existe, asimismo, un mundo espiritual objetivo. Este último consta también de un exterior y de un interior, cada uno con su propia fase de realidad. No hay antagonismo entre estos dos planos de vida, excepto cuando el material se usa sin prestar consideración al espiritual que está dentro y por encima de él. En su teoría de los grados discretos, Swedenborg explicó la diferencia entre estos dos mundos, y para ilustrarla afirmó que percibimos el mundo físico a través de un aparato sensorio de la misma sustancia que aquél, en tanto que percibimos el espiritual a través de un aparato sensorio de la misma sustancia que el mundo espiritual.

Hay en mi vida la triple complicación de ser ciega, sorda y hablar imperfectamente. A menos que piense y me esfuerce por racionalizar mis experiencias, no puedo hacer ni las cosas más sencillas. Si empleara constantemente este sentido místico y me desligara por completo del esfuerzo de tratar de comprender el mundo exterior, mi progreso se detendría y todo se desplomaría en un caos a mi alrededor. Me es fácil mezclar los sueños con la realidad, y por lo mismo necesito el sentido interno para mantener separados lo físico que no he podido visualizar propiamente y lo espiritual. Aunque cometa errores de concepto sobre el color, el sonido, la luz y los fenómenos intangibles, es necesario procurar siempre conservar el equilibrio entre mi vida externa y la interna. Para usar el sentido del tacto debo tener en cuenta y respetar la experiencia ajena, porque de lo contrario me perdería y daría vueltas alrededor de un círculo vicioso. Séame permitido expresar mi reconocimiento por la ayuda que me han prestado en todo tiempo las siguientes frases de Arcanos Celestes, de Swedenborg:

«Es el hombre interior quien ve y percibe cuanto sucede fuera de él, y este manantial interno vitaliza la experiencia sensorial. Por generalizado que esté el error de creer que la sensación viene de afuera, la facultad táctil o sensación proviene únicamente de esta fuente subjetiva. La mente natural, incluso la racional, no pueden librarse de esta falacia hasta que logra pensar abstractamente desde la sensación.»

Fue para mí un prodigio percibir el asomo por vez primera del sol de la conciencia. Las extinguidas reservas de mi joven vida, maceradas en las aguas del conocimiento, volvieron a florecer y a embellecerse con los capullos de la niñez. En las profundidades del ser grité: «¡Es bueno estar viva!», y extendí a la vida dos manos temblorosas. Desde entonces el silencio ha pretendido en vano someterme a la mudez. Aunque el mundo al cual desperté era aún misterioso, comprendía el amor y la esperanza, porque Dios estaba en él, y esto era lo único que importaba. Me pregunto si nuestra entrada en el cielo tendrá semejanza con esta experiencia mía.

Años más tarde aprendí a hablar y se ensanchó el círculo de mi vida; pero todavía me asombra y conmueve un suceso de hace treinta y seis años, que permanece aislado en la memoria como un sorprendente milagro. ¡Imaginen los lectores lo que significa para un ser que vive en medio de las tinieblas y el silencio sentir transformarse él aire mudo y desprovisto de alma en una conversación con otro ser humano! Antes de esto caj recia de concepto sobre el habla, y mi sentido del tacto era insuficiente para transmitirme la miríada de vibraciones finísimas que forman las palabras habladas. Privada de oído físico, para hacerme oír y darme a entender me era preciso ejercer toda la capacidad de pensamiento de que era capaz. Incluso al presente es pura fuerza mental lo que me permite mantener mi discurso en el plano de lo inteligible. Como no puedo percibir completamente los tonos que emiten mis labios, hasta cuando logro hablar con mayor claridad no puedo determinar el grado de percepción alcanzada. Lo sorprendente no es que fracase, sino que el subconsciente se inmiscuya a menudo en mi torpe discurso y mis amigos me digan con toda sinceridad: «¿Por qué no hablas así todo el tiempo?» Si pudiera desarrollar mejor ese poder psíquico, estoy segura de alcanzar la victoria completa. El sufrimiento y los fracasos pasados son el precio que he pagado a cambio de la dicha de mantener un lazo viviente entre el exterior y mi persona. A medida que he aprendido a articular palabras y poner sentimientos en mis expresiones, he comprendido mejor la maravilla del tiempo y la eternidad, la realidad del pensamiento del cual han surgido libros, filosofías, ciencias, civilizaciones, la felicidad y el infortunio de la raza humana. Cuando la luz del entendimiento inundó mi mente y comprendí que las palabras eran preciosos símbolos del saber, del pensamiento y de la dicha, me sentí como el ciego solitario que hubiese viajado muchos años por la negra oscuridad y tropezara súbitamente con el sol y todos los esplendores del mundo adonde llegan sus rayos. El ser humano normal está familiarizado con el uso de las palabras y apenas puede recordar el momento en que comenzó a usarlas por vez primera, pero mi experiencia ha sido diferente. Tenía siete años cuando comencé a hablar, y recuerdo perfectamente los sentimientos que experimenté. Mucho antes de aprender el sonido de las palabras, me enseñaron a distinguir cada una de ellas por la correspondiente sensación sobre mi mano. Aunque imagino que para la mayoría de las personas son simultáneos el sonido y la percepción de los significados de las palabras, el sentido simbólico de los pensamientos fue captado por mí de manera súbita.

Anne Mansfield Sullivan, mi maestra desde hacía un mes, me había enseñado los nombres de varios objetos valiéndose del siguiente procedimiento: los colocaba en mi mano, deletreaba los nombres sobre sus dedos y me ayudaba a formar las letras. Sin embargo, yo no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo. Ni siquiera pensaba. De esta experiencia sólo conservo la memoria táctil de mis dedos, que hacían los movimientos y cambiaban de una posición a otra. Un día me dio una copa y deletreó la palabra correspondiente. Luego vació líquido en la copa y formó las letras que componen la palabra «agua». En mi perplejidad y confusión persistí en deletrear agua por copa, y viceversa, hasta encolerizarme porque la Señorita Sullivan continuase repitiendo las mismas palabras una y otra vez. Por fin, en su desesperación, me condujo a la caseta cubierta de hiedra donde estaba la bomba de agua, y me hizo sostener la copa debajo del chorro mientras con una mano bombeaba y con la otra deletreaba enfáticamente la palabra agua. Quedé inmóvil, con todo el cuerpo en atención al movimiento de sus dedos y sintiendo el frío del agua que se derramaba sobre mis manos. ¡De pronto sentí una extraña agitación interior, algo semejante a la nebulosa de una conciencia. Tuve también la sensación de un recuerdo atávico, como si resucitara después de haber estado muerta! Comprendí que con la actividad de sus dedos mi maestra estaba tratando de hacerme comprender el significado de esa cosa helada que se precipitaba entre mis manos, y que por medio de signos me sería posible comunicarme con los otros. En ese inolvidable y maravilloso día se atropellaron dentro de mí variados pensamientos que parecían iniciarse en mi cerebro y extenderse luego por todo mi ser. Identifico esta experiencia con mi despertar mental y con algo que tuvo mucho de revelación, porque en seguida di muestras, en muchos y muy diversos aspectos, de haber cambiado por completo. Quise aprender el nombre de cada objeto que tocaba, y antes del anochecer ya había incorporado treinta palabras a mi repertorio. La nada había sido borrada…, me sentía gozosa y fuerte, ¡ con ánimo para hacer frente a mis limitaciones! Por mi ser resbalaron deliciosas sensaciones, y en mi corazón empezaron a cantar las dulces y extrañas emociones que hasta entonces habían estado contenidas. Esta revelación inicial me recompensó largamente por los años pasados en la oscura prisión silenciosa, y la palabra «agua» descendió a mi mente como el sol que calienta un mundo aterido de frío invernal. Antes de aquel conocimiento supremo sólo tenía el instinto de comer, beber y dormir. Mis días eran una página en blanco, sin pasado, presente o futuro; sin esperanzas, ansiedad, interés o alegría.

Jamás era noche o era día;

sólo devorador espacio en el vacío

y colocación sin lugar.

No había estrellas, tierra, tiempo

ni obstáculo, cambio, bien o mal.

De las maravillas de la naturaleza pasé inmediatamente a las maravillas del espíritu, y el mensaje de Swedenborg fue otro precioso don que vino a enriquecer mi vida. Aunque trate de refrenar la emoción contenida en las palabras, debo comparar esta experiencia a la entrada de la luz donde antes había cerrada oscuridad. Como si el mundo intangible se convirtiera en luminosa realidad y mis horizontes mentales se abrieran en brillantes destinos de animada competencia y recio batallar.

El cielo descrito por Swedenborg no es una simple yuxtaposición de ideas radiantes. Es un mundo práctico, habitable, digno de ser vivido. No olvidemos que la muerte no es el fin de la vida. Por el contrario, es uno de sus acontecimientos más importantes. En el vasto silencio de mis pensamientos—próximos o lejanos, vivos o muertos—todos aquellos que he amado sobre la tierra viven y conservan su individualidad, costumbres, maneras y encantos propios, y en cualquier momento puedo traerlos conmigo para alegrar mi soledad. Me destrozaría el corazón pensar que cualquier obstáculo pudiera impedirles venir. Estoy convencida de que hay dos mundos: uno mensurable con regla y compás, y otro que podemos percibir con el corazón y la intuición. El mensaje de Swedenborg retrata la vida futura de manera no sólo concebible, sino deseable, dirigido al ser viviente que no teme enfrentarse con el poder de la muerte ni con la separación y dolor que son sus compañeros inseparables, y pasa por el corazón de la humanidad como un dulce hálito procedente de la presencia de Dios. Quien recibe su mensaje, camina al encuentro de la muerte como hace la Naturaleza en una llamarada de gloria. Marcha a la tumba con paso alegre, engalanado con sus ideas más preclaras y sus esperanzas más entusiastas, a semejanza también de la Naturaleza, que se viste con ropajes de oro, esmeralda y escarlata, como si desafiara a la muerte a arrebatarle su inmortalidad.

La dificultad del hombre para creer lo anterior proviene de su propia actitud agnóstica y no de la incapacidad de comprobarlo, porque sus deseos egoístas tienden a dominar sus esfuerzos espirituales. Digamos mejor que sus facultades interiores no han alcanzado aún el grado de la experiencia consciente y son muy débiles para poder funcionar eficazmente. El hombre, incapaz de darse cuenta de la influencia perniciosa que su tendencia adquisitiva puede tener sobre su carácter, no comprende el verdadero significado de su ser espiritual y sólo atribuye realidad a las cosas materiales. Nuestra civilización ha fracasado por esa indiferencia a las enseñanzas de filósofos como Swedenborg y a las visiones de los grandes pensadores de todos los tiempos.

Deliberadamente, con amplitud universal de pensamiento y en pleno dominio de la sabiduría que el mundo puede brindar, Swedenborg cuenta su visita a las regiones del mundo espiritual, la cual tuvo como objeto conocer la vida que continúa después de la muerte y la realidad de la inmortalidad. Conducido por los ángeles, sus guías y maestros, su alma se hospedó en el cielo y pudo contemplar la magnitud de la Divina Providencia y los inmensos recursos de la vida eterna, en su libre deambular por los cielos y por el curso serpenteante de las estrellas.hk

Sé de antemano que más de un crítico sagaz me demolerá bajo la rueda de su desdén, y con una serie de argumentos entresacados de la ciencia sentirá la alegría mordaz de enmendar mi ingenua filosofía y replicarme: «Toda la creación se corona a sí misma en este invisible átomo de materia que es el principio y el fin último.» Quizá. ¡Mas todavía hay gotas de rocío en la corola del lirio, fragancia en el corazón de la rosa, y el pájaro pliega sus alas bajo una hoja! No puedo entender la escasa fe que teme mirar a la muerte frente a frente. La fe vulnerable a la presencia de la muerte es una frágil caña donde apoyarse. ¡Por eso sigo con mente firme el paisaje que trasciende la visión, hasta que mi alma se baña en luz espiritual y exclama que la vida y la muerte son una! Siempre que repaso mi existencia llego a la conclusión de que mis obligaciones más sagradas son con aquellos que jamás he visto; que mis intimidades más preciosas, las de la mente, y mis amigos más serviciales son los del espíritu. No puedo concebir la vida sin religión, como no podría imaginar un cuerpo viviente que no tuviera corazón. El mundo espiritual no ofrece dificultad para el sordo y ciego, porque casi todas las cosas del mundo natural son tan remotas a mis sentidos como las cosas espirituales son a la mente de la mayoría de la gente. Me basta hundir las manos en los enormes volúmenes de Swedenborg adaptados al sistema Braille para extraer una multitud de secretos acerca del mundo espiritual. El sentido interior—o «místico», si así lo prefieren—me da la visión de lo oculto. Mi mundo místico está embellecido por árboles, nubes, estrellas y arroyos que nunca «he visto». Con frecuencia noto la presencia de bellas flores, pájaros y niños rientes, donde aquéllos a mi alrededor no pueden percibir nada, al extremo de afirmar escépticamente que yo veo «luz que nunca fue en tierra o mar». Estos eriales de su existencia se deben a que su sentido místico está inactivo, a que prefieren hechos a la visión y buscan demostraciones científicas. Allá ellos. Aunque la ciencia, impaciente por llegar a conclusiones, hace al hombre retroceder al mono y se echa a reposar contenta, es de este mismo cuadrumano de donde Dios crea al vidente. No cabe duda que la ciencia y el espíritu convergen en el mismo punto donde la vida se junta con la muerte y ambas se vuelven una sola.