El mal, el pecado, y la permisividad que éstos implican

Hay muchos pensadores modernos que ponen en tela de juicio la existencia del mal y del pecado. Pero Swedenborg creía en la realidad de éstos. El mal y la mentira existen, y son, juntos, los que conducen al pecado. El pecado, al repetirse, nos confirma en la pecaminosidad, y es de este modo como los pecadores terminan por quedar consignados al infierno. Puede decirse, entonces, que la concepción que Swedenborg tiene de la vida incluye una doctrina muy similar a la doctrina tradicional cristiana del mal.

Sin embargo, Swedenborg ofrece muchas ideas noveles sobre el tema. El mal y la mentira no fueron partes originales del orden creado por Dios por tanto en cuanto el hombre recibió la libertad auténtica de poder elegir entre el mal y el bien. Subsecuentemente, sin embargo, los hombres han venido naciendo con una tendencia hacia los males de sus antepasados. No obstante, ningún hombre adquiere mal alguno, salvo como resultado de su confirmación personal mediante las acciones de su vida. El individuo humano hace aquello que ama; puede violar el orden, según el ejercicio de su libre arbitrio innato.

El arrepentimiento del pecado puede conducir a la regeneración del carácter fundamental de un hombre, y a la felicidad final en el cielo. Tal regeneración del carácter proviene del Señor, pero es el hombre el que debe iniciar el proceso. La iniciativa puede surgir solamente de un genuino deseo de reforma, es decir, de una elección libre. El amor divino busca la salvación de cada individuo humano, pero permite que vayan al infierno los que no desean ser salvos. Ningún fíat divino podría alterar esto, sin negar fundamentalmente al individuo humano la oportunidad de ser capitán de su propia alma.

¿Concuerda con la justicia divina, que por haber [Adán y Eva] (…) comido de aquel árbol, ambos hayan sido maldecidos, y que esta maldición se adhiera a todos los hombres que siguieron después de ellos? ¿[Ha sido] (…) toda la raza humana maldecida (…) por la falta de un hombre, en el cual no había un mal que emanara de la concupiscencia de la carne, o de la iniquidad del corazón? ¿Por qué no contuvo Jehová Dios a Adán a que no comiera del árbol, desde que estaba presente allí y vio las consecuencias? ¿Y por qué no arrojó la Serpiente al Hades antes que lograra persuadirlo?

(…) Dios no hizo nada de esto, porque hubiera privado al hombre de su libertad de elección, a partir de la cual el hombre es hombre, y no una bestia. Cuando se sabe esto es muy evidente que mediante estos dos árboles, uno de la vida y otro de la muerte, está representado el libre arbitrio del hombre en las cosas espirituales. Más aún, el mal heredado no proviene de esta fuente sino de los padres directos de cada hombre, y de los padres de los padres, que transmiten a sus hijos todas las inclinaciones al mal en las que ellos mismos han vivido. La verdad de esto puede entenderla claramente cualquiera que estudie con cuidado las costumbres, las disposiciones y los rostros de los niños (…) que han descendido de un padre. Sin embargo depende de cada uno en cada familia si quiere acceder o apartarse del mal heredado desde que cada uno queda librado a su propio arbitrio. (TCR 469)

Los males (…) no existieron hasta después de la creación. (Can, VI, 10) Al apartarse de Dios (…) [el hombre] impuso (…) [el mal] en su mundo y en su propia persona. [El] (…) origen del mal no fue con Adán y su esposa, sino cuando la Serpiente dijo: «El día en que comáis del árbol del conocimiento del bien y del mal, seréis como Dios». (Gen 3:5) Entonces se apartaron de Dios y se volvieron hacia sí mismos como dioses. Se convirtieron en sí mismos en el origen del mal. (CL 444)

La eminencia y la opulencia en el mundo no son verdaderas bendiciones divinas (…) [aunque] el hombre, por el placer que deriva de ellas, quiera denominarlas así. Seducen (…) a muchos y los apartan del cielo. La vida eterna, y su felicidad, son bendiciones auténticas, que provienen de lo Divino. Los malos triunfan en males que son acordes a sus artes (…) porque pertenece al orden divino que cada uno actúe (…) libremente. Si el hombre no fuera dejado libre de actuar, según su razón (…) de manera alguna podría disponerse a recibir la vida eterna, porque ésta se insinúa cuando el hombre es libre, y su razón es iluminada. Nadie puede ser obligado a hacer el bien, porque nada de lo que es obligado es inherente al hombre. No le pertenece. Se convierte en propio del hombre todo lo que se hace libremente, según  la propia razón, y libremente; según la propia voluntad o amor. El amor o la voluntad es el hombre en sí. Si a un hombre se le obligara a hacer lo contrario a lo que quiere, su voluntad se inclinaría permanentemente hacia lo que quiere. Todos luchan por lo prohibido, y esto por una causa latente, porque luchan por la libertad. (…) A menos que el hombre sea libre, no está a su alcance el bien.

Permitir que el hombre, a partir de su propia libertad (…) piense, quiera y, en la medida que las leyes no lo prohíben, haga el mal, es denominada permisividad. (NJHD 270-272)

El amor de sí mismo y el amor del mundo son, desde la creación, amores celestiales, porque son amores de lo natural, útiles para los amores espirituales, tal como los cimientos son útiles a la casa. El hombre, por amor de sí mismo y amor del mundo, busca el bienestar de su cuerpo, desea alimentos, ropa y habitación, es solícito al bienestar de su familia, y se asegura un empleo, por razón de su uso. (…) Mediante estas cosas el hombre está en condiciones de servir al Señor y servir al prójimo; cuando no hay el deseo de servir al Señor y servir al prójimo, sin embargo, sino solamente el deseo de servirse a sí mismo mediante el mundo, este amor pasa de ser celestial a ser infernal, porque hace que el hombre hunda su mente y su disposición en lo que es exclusivamente suyo, y esto en sí mismo es completamente malo. (DLW 396)

[Pervertido de este modo], el mal del amor de sí mismo separa al hombre no solamente del Señor, sino también del cielo. No ama a nadie, excepto a sí mismo, y a los otros solamente en la medida en que puede verlos en sí mismo, o en la medida en que son una misma cosa consigo mismo. Desvía hacia él la atención de todos, y la aparta completamente de los demás, especialmente y sobre todo, del  Señor.  Cuando en una sociedad hay muchos que hacen esto, se sigue que todos están separados y en sus corazones cada uno considera a los demás como enemigos, y si alguien hace algo en contra de él, lo odia en su corazón, y se deleita en destruirlo. No ocurre de diferente manera con el mal del amor hacia el mundo, porque en éste el hombre codicia los bienes y las riquezas de los demás, y desea poseer todo lo que les pertenece. Las enemistades y los odios, de este modo, comienzan a surgir, pero en menor medida. Para que cualquiera pueda llegar a saber qué es el mal, y en consecuencia qué es el pecado, hágasele estudiar qué son el amor de sí mismo y el amor del mundo. Para que sepa qué es lo bueno, hágasele estudiar, simplemente, qué son el amor de Dios y el amor hacia el prójimo. (AC 4997)

El amor de sí mismo es la fuente de los odios, las venganzas, las crueldades y los adulterios. Es la fuente de todas las cosas que llamamos pecados, maldades, abominaciones y profanaciones. Por lo tanto cuando este amor está presente en la parte racional del hombre, y está en las concupiscencias y fantasías de su hombre exterior, el influjo (influencia) del amor celestial que proviene del Señor resulta constantemente rechazado, pervertido y contaminado. Es como un fétido excremento que disipa (…) [y] profana todo buen aroma. Es como un objeto, que convierte los rayos de luz que fluyen continuamente, en tinieblas y en colores desagradables. Es como un tigre, o una serpiente, que repelen toda ternura, y matan con mordeduras o veneno al que les ha acercado la mano con alimentos. O [es] como un hombre perverso, que transforma aun las mejores intenciones de los otros, y su mismísima bondad hacia él, en actitudes repudiables y maliciosas.(AC 2045)

Las personas que no piensan en los males que hay en ellas, y que no se auto-examinan y luego desisten de sus males (…) [son] ignorantes de lo que es el mal, y lo aman (. . .) porque se deleitan en él. El que es ignorante con respecto al (…) [mal] lo ama, y el que no medita en él, sigue cometiéndolo, ciego a su presencia. El pensamiento ve el mal y el bien, tal como los ojos ven la belleza y la fealdad. El que piensa el mal y quiere el mal está en el mal, y lo mismo ocurre con la persona que piensa que Dios nunca hace  el mal. (…) Si tales personas evitan hacer el mal, no es porque sea un pecado contra Dios, sino por temor de la ley de perder su reputación. En su espíritu, siguen cometiendo el mal, porque es el espíritu del hombre el que piensa y quiere. (…) En el mundo espiritual, donde todos ingresan después de la muerte, no se nos preguntará cuáles han sido nuestras creencias, o nuestras doctrinas, sino cómo ha sido nuestra vida. (…) Tal como haya sido nuestra vida (…) será nuestra creencia y doctrina. La vida da forma a su propia creencia y doctrina. (DP 101)

El bien fluye continuamente desde el Señor. El mal de la vida es lo que impide recibirlo en las verdades que están con el hombre en su memoria o conocimiento. En la medida en que un hombre se aparta del mal, el bien penetrará en él y se aplicará a sus verdades. Entonces la verdad de su fe se convierte, para él en el bien de su fe. Un hombre puede ciertamente conocer la verdad, puede también confesarla bajo la coerción de alguna causa mundanal, y hasta puede ser que esté convencido de su verdad. Sin embargo, esta verdad no vive, mientras él viva una vida de males. Este hombre es como un árbol en el que hay hojas pero ausencia de fruto. Su verdad es como una luz sin calor, tal como ocurre durante el invierno, cuando nada crece. Pero cuando la luz tiene calor, es como en el tiempo de la primavera, cuando todas las cosas crecen. (AC 2388)

¿Cuántos viven (…) según los mandamientos del decálogo, y otros preceptos del Señor, que provienen de la religión? ¿Cuántos (…) desean mirar cara a cara sus propias maldades, y ejecutar un verdadero arrepentimiento (…)? ¿Y quiénes entre los que cultivan la piedad, ejecutan un arrepentimiento verdadero, que sea más que la retórica y la formalidad del arrepentimiento? [Se confiesan] (…) pecadores, y (…) [rezan] según la doctrina de la iglesia, que Dios el Padre, por amor de su Hijo, que sufrió en la cruz por sus pecados, quitó de ellos la condenación e hizo expiación por ellos con su sangre (…) perdone misericordiosamente sus pecados, a fin (…) de que puedan ser (…) presentados sin mancha ni defecto alguno ante el trono de su juicio. ¿Quién no es capaz de percibir que tal adoración es meramente pulmonar, y no del corazón, y en consecuencia que es una adoración exterior, y no interior? Reza por la remisión de los pecados cuando no conoce el pecado que hay en él, y si supiera de algún pecado, lo cubriría con indulgencias y favores, o con una fe que supuestamente lo purificaría y absolvería, sin la necesidad por parte de él de hacer obra buena alguna. Pero esto, comparativamente, es como un sirviente que va a su amo con su cara y su ropa embarrada y sucia de mugre y le dice: «Señor, lávame». ¿No le dirá el amo a este sirviente: » ¡Tonto, sirviente inútil! ¿qué me dices? ¿No tienes manos, acaso, y la capacidad de usarlas? ¡Lávate tu mismo!»? (BE 52) El hombre, por su propia aplicación y poder debiera purificarse a sí mismo de los pecados, y no creer en su impotencia para hacerlo, esperando que Dios sea quien lo lave, milagrosamente, en un instante. (TCR 71)

No se perdonan los pecados mediante el arrepentimiento de la boca para afuera, sino mediante el arrepentimiento de la vida. El Señor perdona todo el tiempo los pecados, porque es la misericordia en sí. Pero los pecados se adhieren al hombre, por más que el hombre piense que le han sido perdonados, y no logrará librarse de ellos a menos que viva según las ordenanzas de la fe. En la medida en que viva según estas ordenanzas, sus pecados serán eliminados. En la medida en que sean eliminados, estarán verdaderamente perdonados. (AC 8393)

Muchos (…) [piensan] que el hombre es limpiado de sus pecados simplemente creyendo lo que la Iglesia enseña. Otros [piensan que el hombre es limpiado], haciendo el bien (…) conociendo, hablando y enseñando las cosas de la iglesia (…) leyendo la Palabra y libros piadosos (…) asistiendo a las iglesias, escuchando sermones y especialmente participando de la Santa Cena. Hay otros [que piensan que el hombre es limpiado] (…) renunciando al mundo y dedicándose a la piedad (…) confesando (…) los pecados y así sucesivamente. Sin embargo nada de esto consigue limpiar al hombre, a menos que sea capaz de auto-examinarse, ver sus propios pecados, reconocerlos, condenarse por ellos, y arrepintiéndose apartarse de ellos. Todo esto debe hacerlo como si fuera de sí mismo, pero reconociendo en su corazón que lo hace por el Señor. A menos que se haga de este modo, todo lo mencionado anteriormente no ayuda de manera alguna porque son obras meritorias o hipócritas. (DP 121)

Los pecados (…) que se deben evitar y apartar de uno son los adulterios, los fraudes, las ganancias ilícitas, los odios, las venganzas, las mentiras, las blasfemias y [la adulación de uno mismo en general.] (…) (AE 803)

Si en su infancia o juventud un hombre (…)»[comete] cierto pecado (…) en el disfrute de su amor, como podría ser un fraude o blasfemia, o venganza o prostitución, desde que estas cosas han sido hechas libremente, según la decisión de su pensamiento, las ha convertido en cosas suyas y le pertenecen. Si después se arrepiente de ellas, las aparta de sí y las considera como pecados que deben odiarse, y por lo tanto se abstiene de ellas a partir del ejercicio de su libertad, según la razón, entonces se apropia de las cosas buenas que se oponen a estas cosas malas. Estas cosas buenas pasan a constituir el centro, y apartan los males cada vez más lejos, en sucesivas circunferencias, hasta el punto en que él llega a despreciarlos y volverles la espalda. Sin embargo, no puede decirse que se las aparte hasta el punto de habérselas extirpado, aun cuando por habérselas apartado parezca ser de este modo. (…) Esto vale tanto para el mal que el hombre hereda como para los males que él mismo ha cometido. (DP 79)

No pueden quitarse los pecados de un hombre a menos que haya verdadero arrepentimiento, que consiste en ver los pecados, implorar la ayuda del Señor, y desistir de ellos. (Doct. Lord 17)

Todo el bien que un hombre ha pensado y hecho desde su infancia, hasta el último día de su vida, permanece. Del mismo modo, permanece todo el mal, de tal manera que ni siquiera el más insignificante perece totalmente. Ambos están escritos en su Libro de la Vida (…) en (…) sus recuerdos, en su naturaleza y, por lo tanto, en su disposición natural y en su genio. Con todas estas cosas se ha hecho para sí una vida, y, por así decirlo, un alma, que después de la muerte, poseerá una calidad correspondiente. Pero los bienes nunca están entremezclados con los males hasta el punto que no se los pueda separar. Si se los mezclara el hombre perecería eternamente. En relación con esto es que el Señor ejerce su providencia, y cuando el hombre entra en la otra vida, si ha vivido en el bien del amor y la caridad, el Señor separa sus males, y por lo que hay de bueno en él lo eleva a los cielos. Pero si ha vivido en males, (…) contrarios al amor y la caridad, el Señor separa de éstos lo que hay de bueno, y sus males lo desploman al infierno. Tal es la suerte de todos después de la muerte. (AC 2256)


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