La Muerte y La Resurrección

Un sermón del reverendo Andrew M. T. Dibb

El texto de este sermón se aplica a esas palabras inmortales pronunciadas por el Señor a Marta, hermana de Lázaro: Le dijo Jesús, ‘Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.’” (Juan 11:25)

Es mejor enfrentarnos con el tema de la muerte cuando no es una presencia inmediata en nuestra vida, porque entonces la mente puede contemplarla con quietud y, por consiguiente, examinarla calmadamente de varios puntos de vista. Es una certeza que cada uno de nosotros será afectado por la muerte de otras personas. Nuestra creencia en una vida después de la muerte determina, en sumo grado, como reaccionamos ante la muerte.

Creer en Dios implica al mismo tiempo creer en la vida después de la muerte. Estas dos creencias se acompañan cogidas de la mano. De un punto de vista podemos decir que si creemos en la vida después de la muerte, también creemos en el poder y la omnipotencia del Señor–en Su poder, porque Él puede deshacer lo que ninguna otra persona puede deshacer: la muerte; en Su omnipotencia porque el Señor libera a cada persona del cautiverio de la muerte.

Hay un viejo refrán que dice que nadie puede salir vivo de este mundo. Todos tenemos que morir, y, por triste que parezca esa realidad en aquel momento, la única manera en que podemos establecer sentido en la situación, es si creemos en las palabras del Señor, en las palabras que dicen que el que cree en Él nunca puede morir. En el Verbo el Señor revela Su poder sobre la muerte. Él resucitó a Lázaro de la tumba aunque hacía cuatro días que él estaba muerto.

Pensemos por un momento en ese milagro: Jesús fue llamado a Betania porque Lázaro estaba enfermo. Cuando Jesús supo eso, dijo, “Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.”

Estas palabras tienen un gran significado. En vez de ir allá inmediatamente, Él esperó, hasta que fuera demasiado tarde—Lázaro había fallecido y había sido enterrado. Pero el Señor dijo que la enfermedad ocurrió por la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado mediante ella.” Por consiguiente, el Señor dejó morir a Lázaro para demostrar Su poder sobre la muerte. Él resucitó a Lázaro a la vida natural para aclarar cómo somos elevados a la vida espiritual. Él es, como dijo más tarde a los saduceos, el Dios de los vivos, no el Dios de los muertos. Más tarde en el Evangelio según Juan, el Señor le dijo a Pilato: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo mis servidores pelearían, para que yo no fuera entregado a los judíos; pero ahora mi reino no es de aquí.” (Juan 18:36)

En otra situación Él dijo: “El reino de Dios está dentro de ti.” Estos trozos bíblicos nos revelan claramente que el reino del Señor no puede hallarse en el plano físico; es un reino del espíritu, y existe dentro de nosotros. En las doctrinas de la Nueva Iglesia aprendemos que cada uno de nosotros fue creado por el Señor para ser ciudadano de Su reino; cada uno de nosotros tiene el destino de vivir en el cielo, o, si por nuestro estilo de vivir rechazamos eso, el destino es de vivir en el infierno.

La muerte, entonces, es una conclusión natural a nuestra vida en este mundo, y nos introduce en la vida espiritual. La única razón que nuestro cuerpo parece tener vida es porque el espíritu está vivo dentro de él. Es nuestro espíritu que piensa y siente; es la parte de nosotros que nos hace actuar. Este espíritu saca su vida del Señor, y porque es así nunca puede morir. Solamente el cuerpo que aloja el espíritu en este mundo muere, porque nuestro cuerpo está hecho de materia, sin vida alguna que le pertenezca. Cuando llega la muerte, el cuerpo es dejado atrás, y el espíritu resucita en una nueva vida.

Muchas teorías han evolucionado durante los miles de años que los seres humanos han contemplado la muerte. En épocas antiguas se creía que la vida de ultra-tumba era un tipo de mundo gris debajo de la tierra; los griegos lo llamaban “Hades”, y los judíos “Sheol”. Se sabía muy poco sobre el asunto. Durante las varias épocas cristianas otras teorías han seguido presentándose: hay gente que cree que permanecemos en nuestra sepultura hasta el Juicio Final, cuando somos resucitados físicamente de nuevo en la tierra. Poca gente cree en cualquier tipo de resurrección espiritual. Sin embargo, es exactamente eso lo que enseña el Señor en el Verbo.

En Oseas leemos:”Vengan todos y volvámonos al Señor. Él nos destrozó, pero también nos sanará; nos hirió, pero también nos curará” (Oseas 6:1). “Después de dos días Él nos devolverá la salud; el tercer día nos levantará para vivir delante de Él” (Oseas 6:2).

El Señor mismo, cuando le pidieron un signo de Su poder, refirió al signo de Jonás, “Pues así como Jonás estuvo tres días y tres noches dentro del gran pez, así también el Hijo del Hombre estará tres días y tres noches dentro de la tierra (Mateo 12:40).

Este signo se cumplió cuando el Señor, crucificado el Viernes Santo, resucitó el Domingo de Resurrección. Sin embargo, el Señor no reveló plenamente el mundo espiritual a la raza humana hasta que hubiera llamado a Su servidor Emanuel Swedenborg, para que él supiera por experiencia la realidad del mundo espiritual, y que pusiera en escrito sus experiencias.

Lo que describió Swedenborg anula las teorías del pasado. Lo que se nos revela en las doctrinas de la Nueva Iglesia es una vista maravillosa de la vida de más allá.

La muerte, se nos dice, es una continuación de la vida, no física, sino espiritual. El proceso de morir se puede comparar a la acción de salir de un cuarto y de entrar en otro. A veces este proceso se ha comparado a lo que ocurre cuando una oruga se envuelve en un capullo, y después, cuando sale, ya no es oruga, sino una mariposa bella y libre.

Para muchas personas, a pesar de las promesas dadas sobre ‘la muerte’, el asunto todavía les causa miedo: miedo de lo desconocido, miedo ante la separación de las personas amadas, miedo del castigo.

Las doctrinas de la Nueva Iglesia nos muestran que esos temores son sin fundamento. El mundo espiritual es el reino del Señor; ir allá es como si nos trasladamos a otro país. Porque el Señor es clemente, Él amortigua la transición lo más posible.

El Señor permitió que Swedenborg supiera por experiencia propia el proceso de despertarse en el mundo espiritual, y él nos muestra que es una experiencia a la vez suave y agradable. La persona que acaba de morir está al cuidado de unos ángeles, quienes la despiertan poco a poco. Ella está completamente despierta para el tercer día después de su muerte y lista a empezar una nueva vida.

Los recién llegados a menudo se quedan asombrados ante lo que ven: de inmediato son sorprendidos por la semejanza entre el mundo espiritual y el natural, y esto a tal grado que un espíritu recién llegado “…se imagina estar aún en el mundo físico, y todavía en su cuerpo físico, hasta tal punto que cuando se le dice que es un espíritu, se queda pasmado. Se queda pasmado porque, es todavía una persona respecto a sensaciones, deseos y pensamientos, y también porque durante su vida no creía en la existencia del espíritu, ni… que el espíritu pudiera posiblemente ser tal como su experiencia se lo prueba ahora” (Arcana Coelestia 320).

La segunda cosa asombrosa respecto al mundo espiritual es que cada persona todavía es una persona—los recién llegados descubren que todavía poseen un cuerpo; y que tienen sensaciones parecidas a las de este mundo. La única diferencia entre su cuerpo espiritual y su cuerpo natural es que el cuerpo espiritual está más lleno de vida, y concuerda más con ellos.

Así es que el espíritu empieza su vida en el mundo espiritual consciente de las semejanzas exteriores de los dos mundos. Sin embargo hay unas diferencias importantes también: el mundo espiritual es un mundo de la mente, por consiguiente la mente del espíritu causa un efecto en ese mundo. La prueba de esta realidad se revela en el impacto de los pensamientos sobre la gente allá: si un espíritu piensa en otra persona, aquella persona aparece delante de él. De esta manera el espíritu recién llegado tiene contacto con los que han muerto antes que él.

Pero el impacto de la mente se extiende mucho más allá de un simple contacto con amigos y parientes; en realidad determina cómo será el entorno inmediato del espíritu. En el mundo natural nuestros caprichos y lo que amamos u odiamos tienen muy poca influencia sobre nuestro entorno exterior. Para ilustrar esta realidad examinemos lo que puede ocurrir a una persona en nuestro mundo que estima y prefiere los lugares al aire libre donde hay horizontes vastos. Esta persona, si entra en un bosque, podría sentir claustrofobia. El entorno, entonces, ha provocado una reacción o respuesta en esa persona. Sin embargo, en el mundo espiritual la situación es contraria: los sentimientos y los pensamientos del espíritu provocan una respuesta en el entorno. Por consiguiente, el espíritu que adora los lugares con vastos horizontes se hallará en tales sitios.

Principalmente, sin embargo, nuestros pensamientos y sentimientos determinan si nuestro entorno espiritual es bueno o malo. Una persona mala, una que actúa con egoísmo y cuyo único interés es su ‘yo’, descubrirá que su entorno reflejará este egoísmo; puede ser duro, seco, infructuoso, cruel y hostil; en resumen, el paisaje corresponderá a todas las cualidades del egoísmo. Es interesante saber que tal persona hallará esos tipos de alrededores muy atractivos, y los disfrutará. Esto es la diferencia principal entre el cielo y el infierno: el cielo es un reflejo del amor por el bien que posee una persona, mientras el infierno es un reflejo del contrario.

Los espíritus tienen un sentimiento muy fuerte de estar en su morada cuando llegan a su entorno espiritual, porque ese entorno es el resultado de su vida en el mundo natural. Nuestra vida natural es una preparación para la vida espiritual—los pensamientos, sentimientos, actitudes y maneras de ser que adquirimos, y que entonces abrigamos, son todos parte del mundo en el que vivimos. Una persona pesimista puede considerar la vida deprimente, triste o monótona. Después de cierto tiempo esa manera de ser se hace tan empedernida en ella que no puede mirar la vida desde otro punto de vista. En el mundo espiritual, esos mismos pensamientos y sentimientos son su realidad, y esta persona ya no quiere ni siquiera empezar a cambiar.

El mensaje que recibimos, entonces, es que debemos contemplar la muerte—nuestra propia muerte. Debemos imaginarnos entrando en otro mundo donde nuestros pensamientos y sentimientos más íntimos se convierten en la realidad de nuestra vida. ¿Cómo sería eso hasta la eternidad? Afortunadamente, mientras estamos en este mundo, tenemos la oportunidad de reajustarnos, de arrepentirnos y de reformarnos de modo que nuestra realidad interna se haga más celestial, más equilibrada y más feliz.

El mundo espiritual, cuando no estamos en un estado bajo la influencia de un recién fallecimiento, parece muy distante en el porvenir. Durante el ajetreo de la vida cotidiana, nuestra morada final en el cielo, o en el infierno, apenas parece tener mucha importancia. Sin embargo, es muy importante.

El mundo espiritual no es algo que se halla en un lugar distante. Al contrario, mora dentro de nosotros. Cuando muramos, pasaremos, en efecto, de un cuarto a otro. Nuestra conciencia será interrumpida por meramente tres días—menos tiempo que se necesita para la terapia contra el insomnio.

Si creemos en el Señor, entonces tenemos que creer también en la vida después de la muerte, y esa creencia debe tener un impacto más grande sobre nuestra vida que el simple sentimiento de alivio que sentimos durante un servicio funerario. El Señor no nos ha dado esta información sólo para satisfacer nuestra curiosidad—al contrario, nos la ha dado para que la usemos y que aprendamos a rechazar acciones o actitudes egoístas e infernales; Él quiere que nos orientemos a Él y que lo aceptemos como la fuente de la vida para una resurrección espiritual—aun mientras vivimos todavía en este mundo.

Si nos acercamos a Él, podemos, entonces, tomar a pecho Sus palabras a Marta: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.”

Amén

Lección: Juan 11:25

* Traducido por Reinhold Kauk con la colaboración de Juan Martínez González